sábado, 27 de septiembre de 2025

Rechazo

 

Creo que ya he hablado del tema alguna vez. Siento repetirme, pero necesito desahogarme.

Me parece que odio la relación actual del ciudadano con la Administración pública de todo tipo. Suena un poco fuerte, sí, pero no encuentro otra palabra que describa mejor mi desagrado. Me sale un sentimiento visceral. ¿De verdad es necesario que todo sea tan oscuro y difícil? La ciudadanía de a pie tiene la sensación de estar siendo perseguida, vigilada, acosada… y de ser culpable de lo que sea ante lo que sea mientras no pueda demostrar lo contrario. Cualquier trámite o notificación se comunica en unos términos tan amenazantes, con un lenguaje tan oscuro, que no se sabe si es necesario hacer algo o lo contrario. A veces la notificación es incluso positiva, quiero decir, a favor, pero aún así, redactada en unos términos que dejan siempre cierta inquietud.

Y, por supuesto, todo es online, con necesidad de certificado digital o registro previo en determinadas plataformas. Correos automáticos sin posibilidad de respuesta, citas previas difíciles de conseguir si se quiere hablar en persona con alguien, plazos inamovibles… Al final, tiempo y tiempo que debemos emplear para realizar cualquier trámite por básico que sea. Nada es fácil ni sencillo sino que se vive más como una pelea o lucha de la que no tenemos nunca muy claro si vamos a salir victoriosos.

No acabo de entender este empeño en hacer que la burocracia sea cada vez más compleja y desagradable. Se eliminan puestos de trabajo de cara al público y se deja a solas a la ciudadanía ante unas pantallas y un lenguaje que no tiene por qué conocer, dejando así, a cambio, un poso de fragilidad, una sensación de andar a merced de un organismo superior que controla nuestras vidas sin poder recordar el momento exacto en que se dio el consentimiento para ello.

Sé que es mucho pedir y ni siquiera sé a quién podría elevar mi petición, pero ¿se podría crear un entorno más amable donde la explicación del trámite, la asesoría personal y el lenguaje se acercaran un poco más al sentir de los usuarios, lejos de este complicado andamiaje en el que andamos ahora?

No se molesten, conozco la respuesta. Como les decía, solo es un desahogo.


sábado, 13 de septiembre de 2025

Buen día

 


Con septiembre vuelven las rutinas. Cada día las calles un poco más vacías. Tras la Patrona, no solo se nota la bajada en la afluencia de turistas, sino que los portuenses se recogen también. Además de preparar la vuelta al cole, si sale algún día más fresco o nublado, la novelería hace que se interprete como el adelanto del otoño. Vuelve el orden, las inscripciones a los gimnasios, los buenos propósitos... En estas dinámicas, los gestos cotidianos adquieren mayor protagonismo. Tanto que, a veces, tener un buen o mal día depende de no se sabe qué, un regustillo amargo o satisfactorio que no siempre se identifica. Las noticias con las que nos desayunamos tienen mucha culpa de esto, sobre todo cuando los medios vuelven a un tono más serio, alejado de la necesidad superficial de distraer los veranos.

Pero creo que hay algo más. Uno de estos factores determinantes de un buen o mal día lo achaco a los encuentros. No solo los casuales con alguien conocido sino los laborales. Quién nos cobra en la caja del súper; cómo nos escuchan tras una ventanilla; cuánto tiempo se aguarda en una cola... En esas relaciones interpersonales nos jugamos una parte de nuestro bienestar. La atención amable, la disposición con que nos tratan y tratamos pueden salvar o amargarnos el día. Quizás no a todo el mundo, pero sé de mucha gente absolutamente permeable a cómo es tratada. En concreto, he empezado esta reflexión gracias a un repartidor de correos tan agradable y atento que me ha hecho subir el ánimo durante parte de la mañana. Es la actitud que en inglés llaman  “helpfull” y que muchos traducen por servicial. Pero no me gusta. Servicial ya se acerca a servil, sumiso. Es más bien esa amabilidad que parece natural y que hace sentir bien a quien la ofrece y quien la recibe. No es fácil, pero cuánto mejor es buscar en lo que se hace la alegría que produce hacerlo con dignidad. Lo he encontrado también leyendo “El tercer hombre”, de Graham Green: “Ojalá uno pudiera sentir un entusiasmo semejante por un trabajo rutinario; cuántas oportunidades, cuántas súbitas intuiciones se pierden simplemente porque un trabajo se ha convertido solamente en un trabajo”. Buen día…

sábado, 19 de julio de 2025

Pérdida

 

Pérdida

Inicié esta columna con una idea que me ha rondado la cabeza esta semana. Todo partía de una conversación con una querida amiga sobre la pérdida y su representación cultural. Nos sorprendía que, a pesar de que la RAE no la relaciona con la muerte hasta su 5ª acepción, la red irremediablemente reconduce la búsqueda de información hacia la muerte y el duelo. Sin embargo, el diccionario antepone la carencia de algo que creíamos nuestro, quizás porque nos pasamos la vida perdiendo. De hecho probablemente crecer es perder. La primera memoria, las risas infantiles, los primeros amores, los libros prestados con ilusión y no devueltos por desidia, las oportunidades que se escaparon, las amistades que extraviamos... Pero también la pérdida de un tren, de una beca, de unas llaves, de un libro, de unas cartas, de un pendiente que atesoraba un recuerdo… Aunque duela, no se puede avanzar sin perder.

Más o menos había escrito estas reflexiones, como ven bastantes obvias, lugares comunes por los que ya hemos pasado, cuando se me bloqueó el ratón del ordenador y reinicié para recuperarlo. Y volvió, sí, pero no el documento, que no se había guardado ni en la copia de seguridad. Pensé que era una señal de que esta semana no tenía nada que decir, pero entonces decidí tomarlo más bien como parte del proceso. Perder lo ya escrito para así tener de qué hablar en este texto que se va escribiendo solo. Porque la pérdida es nuestra cotidianeidad, ya lo cantó Silvio en su particular Ubi sunt? : ¿A dónde va lo común, lo de todos los días?/ El descalzarse en la puerta/ La mano amiga/ ¿A dónde va la sorpresa/ casi cotidiana del atardecer?/ ¿A dónde va el mantel de la mesa?/ El café de ayer…

Así que decidida a acabar esta columna sobre la pérdida, no puedo dejar de referirme al estupendo documental Almudena que presentaron el martes en Chiclana su directora Azucena Rodríguez y el marido de la protagonista, Luis García Montero. La escritora de nuevo presente con sus amigos, su público, su familia. Atrapada o recuperada, no sé, en imágenes mientras cocinaba, reía, amaba… en las palabras de sus seres más cercanos, en los recuerdos que les quedaron de ella. La muerte como la mayor pérdida.


Rendición

Me rendí y puse aire acondicionado en el salón. Lo he estado utilizando días y días. El salón como un castillo, una torre de defensa de la que salía solo lo imprescindible. El finde pasado la visita a la playa la hacía bien temprano. Paseíto, baño y de nuevo a casa. Mi atención a las macetas duraba lo que tardaba el pelo en secarse. Después, encierro a cal y canto sin asomar la nariz hasta la puesta de sol. Temí estar exagerando, pecar de novelera con el nuevo aparato que nos devolvía la vida. Pero leo ahora en este periódico que las temperaturas han sido mucho más elevadas de lo habitual, hasta 10 grados por encima de la media de otros años. Lo que a mí me parecía. Y justamente lo que nos llevó a buscar una solución después de que durante los últimos veranos se alcanzaran más veces de lo normal temperaturas altísimas.

Me he rendido, pero no estoy contenta. Poner refrigeración en casa es un parche mientras miramos hacia otro lado como en tantas otras cosas. Utilizamos tiritas estúpidas cuando deberíamos estar exigiendo que se regule en serio para frenar el cambio climático. YA.

Nadie me oye, lo sé. Así que me sigo cabreando cuando cada dos por tres leo aquí y allí consejos peregrinos para dormir porque los adultos debemos hacerlo entre 7 y 9 horas diarias. Dejen de amenazarme y meterme miedo con lo que me afectará la falta de sueño. A quienes no dormimos bien no nos sirve una vela aromática ni tomar almendras antes de irnos a la cama ni mezclar aceites esenciales ni hacer no sé cuántas respiraciones como los marines ni mover los ojos en varias direcciones y mucho menos si las noches se convierten en un hornito que alcanza casi los 30 grados. Vale. Me doy cuenta de que se me ha ido de las manos. Será el calor, que me fríe el cerebro. Pero es que me fastidia que ante cada problema salgan como hongos después de las lluvias todo tipo de gurús prometiendo lindezas. No es suficiente con los abanicos de papel plegado ni la botellita de agua. No enreden más y vamos a ocuparnos en serio de lo importante. Cúpula de calor en el continente, olas de calor marinas, trabajadores que sufren golpes de calor, noches tropicales… ¿Y ya está? ¿Nos aguantamos y ponemos otro ventilador?


 

Enredados


Ayer a falta del lunes, lectivo pero que probablemente el grueso del alumnado renuncie a ver como tal, acabaron las clases. Para mí, las últimas de mi vida profesional. Queda evaluar, las reuniones, las tareas administrativas (que no son pocas) pero esa ya es otra historia. No siento alivio sino desconcierto, que se suma a la coincidencia de haber trabajado con mis 3º ESO los tópicos literarios “Carpe diem” y “tempus fugit” estos días. Una cosa es asumir la edad y otra asumir que ha terminado esta relación de años con la adolescencia. Una efímera y apasionante aventura con muchas luces y algunas sombras (mentiría si no confesara que ha sido difícil a veces) pero siempre estimulante, emocionante. Cuesta despedirse de un trabajo que llena tanto porque, por mucho que se piense desde fuera en las vacaciones y en el número de horas semanales en el aula, dar clase es mucho más. Durante 36 años todo lo que leía, veía y escuchaba, tenía una posible repercusión en el aula. Lo habré conseguido o no, pero siempre he creído que mi misión es estimular y “abrir ventanas”. A la curiosidad, al crecimiento, al saber, a la vida más allá de la barriada, a la superación de los obstáculos, pesadas mochilas con el peso de familias desestructuradas, de problemas psicológicos, económicos, médicos…. Un trabajo muy social en el que he aprendido y evolucionado.

Cada persona en un instituto cumple un papel desde su particularidad. Lo he plasmado pintando una enredadera. La acuarela de una efímera y temporal parra virgen que antes de desaparecer cambia su verde vivo por maravillosas tonalidades de rojo. Representa a la clase. Luego la he dividido al azar en marca páginas con fragmentos de ella como recuerdo para mis 3º. Quiero que asuman que hay que aprovechar este momento, no solo para pasarlo bien sino para formarse, abrirse al resto, crecer… para que comprendan que cuando me negaba a expulsar de clase por mal comportamiento lo hacía para que entendieran que formamos un todo con el que hay que convivir, que nuestras acciones afectan a los demás, que somos parte irreemplazable de un puzle. Para que me recuerden. Para regalarles algo material a cambio de todo lo que me llevo...

 

Autocrítica

 

Con el reposo de los días posteriores a la feria, guardadas las flores, trajes y mantoncillos, me ha quedado este año un regusto raro. En principio el culpable de no haberla disfrutado del todo ha sido el calor, insufrible durante varios días a pesar del aire acondicionado de muchas casetas. Ese levante, esas temperaturas y ese cielo tocado de calima… probablemente han sido algunos de los responsables de que el recinto ferial no estuviera tan concurrido como otras veces. Pero creo que no ha sido solo eso. La cercanía de la de Jerez, la coincidencia con la de Sanlúcar y ciertas nuevas maneras de vivir la feria quizás tengan también mucho que ver.

De estas novedades, hay una en concreto que me resulta antipática: la imposición de tener que sentarse a comer. Es la dictadura del catering. Y lo entiendo, eh. Si se ha cogido una caseta para sacar dinero, lo normal es que se intente. Pero de ahí a que esta circunstancia marque el ritmo cambiando la manera de divertirse… Ya apenas quedan opciones de comer en barra, de tapear mientras se baila de vez en cuando; la música incluso desaparece y las mesas siguen ocupadas hasta las 6, hora en que comienzan los grupos en directo; tras las actuaciones se comienza de nuevo a reducir el espacio de baile para volver a colocar las mesas para la cena… Vamos, que para poder bailar una sevillana hay que currárselo bastante. Me incomoda. Demasiada rigidez.

Y puestos a sacarle punta a todo ¿no se podría replantear la entrada de manera que la portada coincida con uno de los accesos? La situación es tan absurda que el sábado por la noche nos encontramos con un grupo de señoras en la oscuridad del otro lado de la carretera, rodeadas de vallas y de tráfico, que miraban la portada a la izquierda y la rotonda a la derecha y preguntaban a quienes pasaban “pero ¿cómo se entra en la feria?” .

En fin, que lo hemos pasado bien, pero que quizás no venga mal hacer un poco de balance para pasarlo mejor el año que viene ¿no?

sábado, 24 de mayo de 2025

Chapuzas

 

Chapuzas

Hay palabras que suenan a infancia. Aunque no se oigan en voz alta en años, siguen intactas, con el tono exacto en que se pronunciaban, con su significación precisa, inapresables para los académicos que no pueden penetrar en su última acepción, la doméstica y familiar. Hoy he estado todo el día con una de ellas en la cabeza, pero no la he llegado a decir, se ha quedado dentro dando vueltas hasta que ha caído sobre estas líneas y se ha abierto hueco: fullera. Nada que ver con lo que recoge el diccionario, que se conforma con tramposa. Es algo más pícaro, quizás chapucero, ingenioso a medias, puede que torpe. Lo reconozco, siempre he sido así. Una especie de MacGyver casero que todo lo afronta y lo soluciona, pero lejos del resultado fino y preciso que para otros sería deseable.

Me lanzo a las chapuzas con ilusión y ganas, pero nunca con previsión. Ni siquiera me doy demasiado tiempo. Me gusta acabar ya, con lo que tenga y como sea. Como cabe esperar, el resultado suele ser chapucero. Siempre me acuerdo de una monja que nos daba clase en Primaria. Una señora rígida y exigente. Cuando se veía obligada a dirigirnos las “labores” (eso que luego se llamó “Pretecnología” sin que nunca entendiéramos qué quería decir la palabreja) mantenía esa misma severidad, a pesar de que nosotras esperáramos algo mucho más relajado. Disfrutaba volviendo del revés los mantelitos que perpetrábamos con punto de cruz para dejar a la vista nuestras fullerías, esas pasadas largas con el hilo por la parte de atrás que buscaban atajos, por lo visto muy previsibles.

Pero esta vez tengo excusa. No he sido fullera por convicción sino por necesidad provocada por una cascada de tropiezos. El uso de un taladro en el salón sin precauciones (esta vez no he sido yo), provocó una nube de polvo que lo cubrió todo. El interior de la vitrina, las cortinas, el marco de los cuadros, los mandos a distancia… Mientras, la cinta de la persiana del dormitorio decidió que era buen momento para romperse. A partir de ahí, prisas y malhacer que provocaron caída de algún cuadro que arrastró un enchufe, cinta de la persiana que se colocó al revés…

Fullerías, sí, pero he disfrutado saboreando otra vez la palabra.



viernes, 9 de mayo de 2025

Resaca

 

Escribo todavía desde la resaca de los días raros de la semana pasada. Cuando la sorpresa que nos esperaba tras el fin de semana de barullo y ruido provocado por las motos de quienes, desde su prepotencia, creen que el mundo durante unos días se lo han puesto a los pies para su disfrute, dio paso en unas horas a la ansiedad generalizada de reconocer que sin luz ni internet ya no somos nada.

En el aula nadie pensó en cómo calentarían la comida o qué harían al llegar la noche si no volvía la luz. Su alarma generalizada la sintetizó una alumna de 13 años que preguntó aterrada: “profe, ¿tú sabrías vivir sin internet? Porque yo me muero”. Y, sin embargo, la red tiene poco más que su edad. Lo que ocurre es que, así como entendemos la prehistoria como la etapa anterior a que el ser humano pudiera contar lo que le pasaba a través de la escritura, la nueva era la marcará la aparición de la hiperconexión instantánea que proporciona internet. De lo efímero de vidas que apenas dejaron un rastro en las paredes de las cuevas, a los testimonios y fantasías de quienes escribieron historias y sentimientos, para llegar recientemente a la edad de tanta información, tantos comentarios, tantas fotos y tantos bulos que, inevitablemente, hacen que se vuelva a caer en el abismo de lo efímero. Porque ¿qué posibilidad hay de buscar una foto, un mensaje, una verdad, en esta maraña de ahora? Cada novedad provoca una cascada de ruido y bulos que se disuelve cuando llega la siguiente.

Pero, al menos estos nuevos prehistóricos que hemos vivido sin internet, percibimos en el apagón la fragilidad de la situación, la ansiedad de la falta de noticias, la debilidad de un sistema excesivamente globalizado. De nuevo solo la radio, a pilas o desde los coches, nos permitió saber algo del exterior. Volvió la incertidumbre en un día de cielos turbios en el que, aquí, el levante campó a sus anchas y nos dejó encerrados en casa enfrentados otra vez a la inestabilidad y a una sensación bajo la piel casi apocalíptica.

Tras el paréntesis, la resaca como les decía. Llena de ruido, cruces de acusaciones entre políticos, esperanza en historias pequeñas llenas de solidaridad… Pero pequeñas, siempre pequeñas.


sábado, 12 de abril de 2025

Sensibilidad

 


El otro día, cuando salía de casa, se me cayó un pendiente. Lo recogí del suelo, pero no me daba tiempo a buscar el cierre, así que me fui sin él. Durante la mañana hablé con mucha gente y, sin embargo, solamente una alumna me dijo “profe, se te ha caído un pendiente”. Al volver a casa y mirarme en el espejo, en seguida volví a echarlo en falta y fue entonces cuando caí en qué pocas personas lo habían advertido. No es solo cuestión de pendientes. Tengo amigos que llegan a casa y lo primero que hacen es detectar cambios por mínimos que sean, mientras que otros no advertirán ni siquiera una transformación en el color de las paredes o incluso una renovación de mobiliario.

Esta diferencia nos separa, pero también nos enriquece. El diferente desarrollo y la sensibilidad a través de cada uno de los sentidos, así como de lo que los griegos llamaban el “nous” (lo que vendría a ser el “ojo de la mente”, es decir, el intelecto y la inteligencia) es lo que nos acerca a la realidad y a su interpretación. Y no es uniforme.

Nos pasamos la vida tratando de entendernos a nosotros mismos y a los demás, pero a veces es un diálogo de besugos. No nos oímos o no nos vemos o no nos tocamos lo suficiente como para interpretarnos. Yo no veo y mucho menos entiendo por qué tú te has teñido el pelo de rojo; tú no aprecias que he cambiado de perfume; ninguno oímos ni interpretamos por qué una tercera persona se repite tanto al hablar o no soporta que la toquemos y ella probablemente no comprende por qué a mí no me gusta la nata.

Siendo natural esta enorme diversidad, no tiene sentido ofenderse, irritarse o enfrentarse por la diferencia de gustos, ni siquiera por la disparidad de criterios en el discurso o relato con el que interpretamos el mundo. Y, sin embargo...

Metidos de lleno en la primavera, a las puertas de la Semana Santa, tenemos una nueva oportunidad de convivir sin enfrentarnos en unas celebraciones que brindan un completo espectáculo sensorial del que se puede disfrutar con la vista, el oído, el olfato, el tacto y el gusto. O no, porque ahí siguen la playa y la sierra… Si hay respeto mutuo, que cada uno disfrute como quiera.

sábado, 29 de marzo de 2025

Lache

 

En realidad, a mí de lo que me gustaría hablar es de la preocupación por la situación internacional, pero estoy tan desolada que necesito girar el foco. He elegido distraerme con el léxico, no sé qué les parecerá.

Me he parado en “lache”, un término que ahora los adolescentes utilizan mucho, pero que el diccionario de la RAE no recoge. Supongo que viene de lacha, palabra de origen caló que sí aparece y que responde a una forma coloquial para expresar un sentimiento de vergüenza. Lo que no alcanzo a averiguar es en qué momento y por qué se ha activado el término, pero da un poco igual. Me atrae mucho más reflexionar sobre qué se tilda de lache, es decir, qué da grima o vergüenza ajena. Ahí está realmente la novedad, ya que salpicar la lengua común con expresiones nuevas como forma de diferenciación generacional es algo que ha ocurrido siempre.

He oído la expresión para rechazar salir en un vídeo o una foto que forme parte de una actividad académica, incluida aquella que cuenta para nota. También la he oído para justificar el hecho de no usar gafas aunque se necesiten. Es más, he mirado con atención mis clases de secundaria y, curiosamente, solo hay una persona o dos que las usen, sin embargo tengo bastantes alumnos y alumnas que no ven bien. Si les pregunto por las gafas me dicen que no se las ponen porque no les gusta cómo les quedan, que da lache llevarlas. También les he oído, por ejemplo, rechazar una canción de moda, en concreto la reivindicativa “Potra salvaje” porque “¡qué lache!”.

De acuerdo, no es un campo de estudio muy amplio, pero sí suficiente para recordarme qué importante es en estas edades la mirada del grupo, la presión de saberse siempre bajo vigilancia acerca de qué se dice, cómo se dice o qué se siente. Para recordarme cuánta madurez se necesita para empezar a ser inmune al qué dirán; las energías que se gastan en el ajuste, en la búsqueda de aceptación.

Por otra parte, me doy cuenta de que a mí, que soy adulta, también me dan lache ciertos comportamientos de líderes mundiales, lache y miedo, dicho sea de paso, aunque lo diría con otras palabras. Grima, repelús, vergüenza. Pero ese es otro tema. Yo me había propuesto distraerme un poco.



sábado, 15 de marzo de 2025

Dependencia

Dependencia

Llevo 3 semanas de pelea con el móvil. Primero me falló la conexión wifi. El teléfono tenía ya bastantes años, pero no lo quería cambiar. Lo intenté, lo intenté y lo intenté y al final tuve que resignarme. A partir de ahí, lo que temía. Se supone que todo es ahora muy fácil, se pasa la información de pantalla a pantalla, se hace copia y ya está… Chorradas. A cada solución, un inconveniente. Para pasar de pantalla a pantalla necesitaba una aplicación que solo se podía descargar con conexión de wifi (que no tenía, por eso había cambiado de móvil). Para hacer el traspaso con cable necesitaba reconocimiento del mismo (con el que no contaba); para guardar la copia en la nube me faltaba espacio (también en el ordenador); con el portátil del trabajo había una incompatibilidad… Y así hasta que conseguí tener mis fotos, contactos y aplicaciones en el nuevo dispositivo. Luego llegaron las aplicaciones a puñados que venían preinstaladas en el teléfono nuevo y los “permitir”, tantos que yo misma me iba perdiendo entre amenazas de inseguridad y petición de permisos porque cuanto más inseguros estamos en la red, más nos quieren hacer creer que es culpa nuestra, que nos hemos relajado y hemos permitido que nos roben nuestros datos, que suplanten nuestra identidad. Incomodidades que al final no nos protegen de nada porque cuando quieren entrar, entran. No sé si fue por el cambio de teléfono, por coincidir que también yo me trasladé físicamente o porque realmente me hackearon la cuenta (como le acaba de ocurrir también a mi hijo y a varios de sus amigos), pero el resultado fue que me vi de repente en un bucle de cambio de contraseña, código de seguridad en el correo y vuelta a empezar hasta que finalmente perdí mi Instagram y se me creó un nuevo perfil en blanco.

Pérdida de identidad digital. Vacío.

He estado días moviéndome entre la frustración de no conseguir recuperarla (con la consiguiente pérdida de publicaciones, fotos y contactos) y la hipotética liberación de no tener pasado.

Estoy cabreada. ¡Qué dependencia! Por culpa de todo esto, se me ha colado una rendija de infelicidad a la que no había abierto la puerta. Ladrones. Me han robado la cuenta y la paz.


 

Oleaje

 


Llevo tiempo dándole vueltas a qué hay detrás de que la población en masa se incline hacia una ideología u otra. Determinadas ideas pasan en muy poco tiempo de ser consideradas benéficas a peligrosas y al contrario. En España lo hemos visto en la historia reciente, el apoyo o la crítica a ciertos temas es voluble como una ola. Corrientes de pensamiento a favor o en contra que, casi de pronto, se dan la vuelta. Me preocupa porque sabemos que la adquisición de derechos siempre está a merced de un cambio de aires que los vuelva a aniquilar.

Tabú”, una serie documental conducida por el periodista Jon Sistiaga, dedicó un episodio a tratar de responder a la pregunta “¿De qué está hecho un malo?” que me sirvió para entender el problema. La idea general defendida por los psiquiatras entrevistados es que no hay nada biológico que predestine a ser “malo”, no hay unos genes para la maldad, pero sí que los hay para la agresividad o la insensibilidad ante el dolor ajeno aunque esto no predestina sino que se une al factor ambiental. El catedrático de Psiquiatría Adolf Tobeña explica que hay solo un 5% de personas que se dedican sistemáticamente a perjudicar y un 20% que no necesitan normas ni leyes ni ojos vigilantes porque son buenas, generosas y leales. Pero en medio, existe un 75% que actúa en función de lo que ve, de manera que si predomina el escaqueo, la corrupción, saltarse las leyes, cometer pequeñas faltas o delincuencias, se apunta, pero si en la sociedad predomina la cooperación, seguir las normas, ser buen ciudadano, ayudar a los demás, se apunta también.

No hago más que pensar en lo peligroso de conocer y saber manejar las estrategias, los resortes que hacen que ese grupo mayoritario se incline a imitar la tendencia general y es obvio que ahora, más que nunca, el manejo del relato está en manos de unos pocos que controlan las redes para extender ideas tendenciosas y peligrosas. Entre ellas, me asusta bastante cómo la construcción de una sociedad diversa, plural y libre está volviendo a ponerse en entredicho. Asoman de nuevo patrones estrechos que hacen difícil respirar. ¿Qué coste tendrá frenar el auge de estas modas?

Rebeldía

 

Me captó en las redes un dibujo que ilustraba lo siguiente: “En la era del consumismo, reparar algo es un signo de rebeldía.” Evidentemente lo es puesto que opone resistencia a la tendencia general, desobedece el mandato del rebaño, no sigue la moda que, desde hace mucho, marca tirar lo que se estropea porque sale más barato el recambio. Cabe preguntarse más barato para quién porque al final, si se analiza el coste humano y medioambiental que tienen los productos baratos tanto en su facturación como en su desecho, es obvio que barato no sale. Al menos a largo plazo. Quizás ese es el problema, que ahora no se piensa a largo plazo sino desde la inmediatez. Puedo, lo adquiero. El día de mañana...

Y, sin embargo, en parte surgidos como fruto de la última crisis y en parte como corriente alternativa, ligada a otro tipo de propuestas más racionales, sensatas y coherentes, empezaron a brotar locales que reparan pequeños electrodomésticos, hacen arreglos de costura, actualizan muebles, venden ropa de segunda mano y, en algunos lugares, incluso aceptan los envases de vidrio como retornables. Es decir, llega como tímida alternativa, entendida a veces casi como una actitud política, lo que se hacía cuando la gente de mi generación gastaba su infancia al tiempo que desgastaba los zapatos, heredaba la ropa de sus hermanos y compraba el vino una y otra vez en la misma botella de vidrio. Pero van, vamos, con el pie cambiado. Es un movimiento que va demasiado despacio, muy a contracorriente. No suma adeptos por oleadas ni mucho menos se hará ”viral”. Apenas lo siguen dos grupos: la gente mayor en los pueblos muy apegada a sus costumbres tradicionales, criada en un entorno donde hasta se daba vuelta a los abrigos por necesidad, y un escogido puñado de urbanitas muy modernos, que toman así conciencia de salirse del borreguismo envolvente. Una de esas situaciones en las que los extremos se tocan.

Yo, que no pertenezco a ninguno de los grupos, no me permito caer en el escepticismo del mínimo impacto individual, así que arreglo, reparo y reutilizo. Me tranquiliza. De vez en cuando conozco a gente muy maja que hace lo mismo. Por si te apuntas.



Ni ilusos ni bobos

No sé hasta cuándo aguantaremos, pero por ahora me parece que la capacidad para creer e ilusionarse del ser humano es enorme. Así como en la niñez nos encantaba creer en el Ratoncito Pérez o los Reyes Magos, ahora seguimos intentándolo con todo aquello que pasa por nuestras pantallas. Hay cuentas que muestran recetas aparentemente exquisitas que necesitan pocos ingredientes y poco esfuerzo; otras ofrecen recomendaciones rápidas y fáciles, trucos de limpieza que acabarán con la grasa incrustada en la base de las sartenes o maneras de sembrar una fruta en una maceta y obtener rápidamente una planta llena de flores y frutos. Otras, más sofisticadas, juegan con la Inteligencia Artificial para ofrecer animales gigantescos encontrados en las playas, como un enorme pulpo de hipnotizadores tentáculos o un supuesto efecto atmosférico que muestra un agujero inquietante en el cielo canario. Y caemos en ello una y otra vez, queremos creer que es cierto, con una ingenuidad que hace que caigamos también en las manipulaciones de expertos timadores que solo pretenden acabar con nuestros datos o con el contenido de nuestra cuenta bancaria. Hay timos absurdos y burdos, pero de otros cuesta mucho defenderse. Luego viene la desilusión, plantas quemadas, recetas incomestibles y, sobre todo, una sensación de fondo de que nos han tomado el pelo.

Como contraste, me encanta ver algunos comentarios en estas entradas, gente sencilla que simplemente dice que son trabajadores del campo y que jamás han visto que determinada planta se desarrolle con tanta facilidad, advierten de efectos secundarios tras los remedios caseros o solo insisten “no se lo crean, por favor, no se lo crean”. Avisos que nadie oirá, apenas granos de arena en una bola de mentiras.

Tanta ilusión e ingenuidad se van transformando en cinismo y escepticismo. La duda es qué efecto producirá a largo plazo esta constante manipulación de la realidad. No sé si nos convertirá en seres descreídos incapaces de confiar en nada (y esto es peligroso porque igualará la ciencia a las patrañas) o, por el contrario, nos hará aún más vulnerables y fáciles ante la realidad adulterada.



 


sábado, 18 de enero de 2025

Dignidad

 Voy a empezar esta columna pidiendo disculpas por escribir de cine. No tengo la intención de ejercer de crítica cinematográfica ni mucho menos, pero recientemente he visto dos películas que me han mantenido pegada a la pantalla y que no me puedo quitar de la cabeza, así que me van a permitir que hable un poco sobre ellas. La primera es “Perfect days”, película japonesa dirigida por Wim Wenders. La segunda, “El 47”, de Marcel Barrena, ambientada en la Barcelona de los años 70. Las presento unidas porque las he visto prácticamente seguidas, pero también porque, a pesar de sus diferencias, me han causado un efecto parecido. Sus protagonistas sobreviven en condiciones poco apetecibles, pero ninguna de las dos se limita a mostrarlas sino que sorprenden por la serenidad que transmiten las vidas aparentemente nimias de sus protagonistas y, sin embargo, heroicas en su dignidad.

La japonesa sigue a un trabajador de los retretes públicos de Tokio, un señor que ejerce su tarea diaria no solo con profesionalidad sino con satisfacción. Solitario, culto, sensible. Alguien que dignifica su oficio solo por el hecho de volcarse en él y ejercerlo con una perfección cercana al absurdo. Una película de silencios, de detalles, que provoca en el espectador un sentimiento de respeto y casi envidia hacia su protagonista por el placer que extrae de lo pequeño, por haber construido su vida a su manera aunque, intuimos, ha necesitado huir y alejarse del dolor. Solo alguien que ha conseguido conocerse a sí mismo tanto como para saber en qué reside su estabilidad es capaz de construirse una vida tan a la medida.

La española, basada en hechos reales, cuenta una historia colectiva pero apoyada en unos personajes que enamoran por su verdad. Comienza cercana al documental y acaba siendo casi épica. De nuevo unos caracteres heroicos que enfrentan su destino desde la dignidad y que con ello nos emocionan. Una película necesaria para acercarnos a nuestro pasado reciente y recordarnos de dónde venimos.

En estos tiempos de intolerancia, de incomprensión, hay tantos motivos para ver estas pelis y reconocernos en ellas...


Suciedad

 

Pensar la Noche de Reyes va mucho más allá de la lista de compras. Es un posicionamiento ante la ilusión. Los padres crean un estado de magia buena en la que apetece quedarse a vivir sin más. Por eso no bastan los regalos sino que se necesitan los detalles. Las copitas de anís para los Reyes, el vaso de leche para los camellos, la búsqueda en el cielo nocturno del rastro que dejan entre las estrellas (más cerca, cada vez más cerca…), la expectación ante los regalos, las pistas de lo que vendrá. Mi padre, que creyó con firmeza en la fascinación de esta fiesta por encima de cualquier otra, se inventó para sus nietos la tarea de acumular las hojas secas caídas bajo la enorme noguera del patio para que los camellos encontraran un lugar mullidito donde descansar la noche de Reyes. En casa esta celebración siempre fue algo más y nos empeñamos en celebrarla siempre, por encima de las estancias en el hospital, de las preocupaciones y del miedo. Creer en la ilusión como una actitud con la que desafiar lo cotidiano.

Pero esta ilusión envuelta en resistencia y mantenida durante años ha creado capas y capas de recuerdos y de expectativas. Acercarse a este día es abrir la puerta a la nostalgia de lo que se fue y dejar al descubierto las heridas de la pérdida. El paso del tiempo, y supongo que el escepticismo de la edad, hacen difícil mantener la seducción. Me impongo mantener la esperanza por bandera a sabiendas de que no está de moda, confieso que a veces me cuesta apartar la pátina de suciedad que impregna hoy día la visión del entorno. En mi carta a los Reyes de este año voy a pedir salud, paz y mucha ilusión. A ver si la magia de esta noche puede hacer que dejemos de mirarlo todo a partir del enfrentamiento.

El río que nos lleva

 Ahora que los libros estorban en las casas, que ni siquiera los aceptan en las bibliotecas o los mercadillos de segunda mano, es habitual repasar las estanterías para aligerarlas. Al menos, me pasa a mí, resignada a que me provoquen alergia los ácaros que acumulan entre sus páginas. En una de estas me encontré el otro día con una novela que nunca había leído, El río que nos lleva, de José Luis Sampedro. Y me fascinó. El argumento se centra en la labor de los gancheros, oficio ya desaparecido que ejercían quienes dirigían la maderada río abajo. En este caso transportaban los troncos subidos sobre ellos a través del Tajo hasta desembocar en la vega de Aranjuez en los años 40. Contado así, puede parecer un libro costumbrista, curioso sin más, pero la maestría con que está escrito y, especialmente, la acertadísima metáfora de la vida que encierra y que vamos descubriendo al avanzar las páginas, hacen de él un libro imprescindible.

Los acontecimientos se deslizan como los troncos en la corriente, avanzan irremediablemente ofreciendo remansos como cuando se detiene en una modesta celebración y dice: “en una pobre casa de unos pequeños montes de un pequeño país de un pequeño planeta, unas cuantas pobres vidas entre millones de vidas asaltaron el centro del mundo y lo conquistaron durante un fugitivo instante con su júbilo sin reservas”. El protagonista se pregunta si su distanciamiento “es casi una envidia de no ser también violento, elemental, inmediato, recio leño para la hoguera de la vida“. Pero “La vida no avisa”(...) En el abandono plácido del final del trayecto, un último giro. “Nadie recordaba que el paraíso esconde la serpiente, que la confianza llama al peligro. (…) Nadie pensaba que la sombra y la humedad encubrían la trampa, servían para disminuir la exasperación y la vigilancia. Cuando se dieron cuenta, estaban ya inexorablemente atrapados por el fuego destructor”. Y avanzan con las aguas hasta que “el río se despeñó llevándoselo en su torbellino hacia la corriente impetuosa, un instante detenida como para recobrar el aliento, antes de seguir adelante con mayor violencia”. Sencilla manera de entender la vida, el río que nos lleva.

Turbotemporalidad

 

Decía Baudelaire que, de entre todas las fieras, el monstruo más inmundo, el que se tragaría el mundo de un bostezo infinito, es el tedio, ese “monstruo delicado” que nos llena los ojos de llanto involuntario. El poeta maldito se adelantó así a su tiempo localizando uno de los males que nos aquejan, el temor a un mundo monótono, a un desierto de tedio.

Las sociedades modernas, cuando cubren sus necesidades básicas, necesitan llenar de actividad el tiempo de ocio para no caer en este mal. José Carlos Ruíz, profesor de Filosofía en la Universidad de Córdoba, colaborador de la Cadena Ser los viernes, con su sección “Más Platón y menos WhatsApp”, acuñó el término “turbotemporalidad” para hablar de una enfermedad que yo creo que sería la contraria al tedio de Baudelaire, la provocada por la aceleración, el vivir en una constante prisa que necesita de más y más estímulos y que hace que se ensanche el presente, que pierda vigencia el pasado y que apenas tengamos futuro a fuerza de adelantarlo. Ahora nada dura mucho, necesitamos hiperestimularnos, no sé si para evitar encontrarnos a solas con nosotros mismos, para huir de la tentación de pensar.

Parece que solo ante la desgracia, ya sea la inexorable de una catástrofe natural o la íntima de una enfermedad, una accidente… somos capaces de valorar la rutina con sus pequeños y ordenados gestos. El viernes pasado, ante el horror de las consecuencias de la terrible Dana, este filósofo decía que “la desgracia rompe lo establecido, el esquema mental de control de lo rutinario”. “Lo que dota de sentido gran parte de la vida de una persona es la rutina. Lo rutinario es la esencia de la construcción de la identidad”. Y sin embargo, solo en la desdicha, cuando se invierte el orden jerárquico de la vida, apreciamos lo que se tenía que haber abrazado, los pequeños gestos significativos que son los realmente nutrientes.

Ojalá no viviéramos tan alejados de nosotros mismos como para olvidar que la sustancia está en lo que somos a diario y no en lo que hacemos en esa desaforada búsqueda de la experiencia nueva que llene cualquier hueco vacío de actividad. Es de nuevo el “horror vacui” adaptado a nuestro tiempo.