Me preocupa la manera
desinformada que tienen las nuevas generaciones de formarse. Si para un adulto
de espíritu crítico es difícil desbrozar información de manipulación, para un
adolescente que está creciendo con un
móvil en la mano conectado a internet, al que muy pocas veces se ha puesto
reglas de uso, es casi imposible. A ellos no les interesan los informativos y,
en la mayoría de los casos, no tienen en casa a nadie que se los explique para
guiarlos en la interpretación del mundo. Y claro, donde no hay ciencia, hay
creencia. El uso solitario de la televisión e internet hace que asuman como realidad
toda la basura que cualquiera es capaz de volcar en la red. No hay información
sino boca a boca a gran escala, o móvil a móvil. Consumen con fe ciega vídeos
trucados e información estrafalariamente manipulada y reenviada por las redes. Igual que son seguidores de influyentes youtubers que marcan inofensivas
tendencias en moda, siguen a otros que defienden creencias irracionales que
nadie se preocupará por rebatir. El resultado es descorazonador. Esta misma
semana he hablado con un chico de 16 años al que la palabra natalidad le recordaba
un vídeo auténtico en el que una
mujer quedaba embarazada de una luz que resultaba ser el diablo y tenía un hijo
deforme; otro me preguntaba, al contarle un mito grecolatino, si “eso” había
pasado de verdad y un tercero, capaz de creer que un determinado yogurt lo
arregla todo porque lo dice la publicidad, me discutía la veracidad de un
documental que yo había puesto en clase, colocándolo así al mismo nivel
que los fake que circulan por la red. Para ellos los límites entre realidad
y ficción se han borrado. Es muy difícil discutirles que el
diablo no contesta cuando se marcan determinados números malditos en el
teléfono si entras en internet y compruebas que hay miles de testimonios que
afirman lo contrario. Se mueven en un mundo de creencias tan oscuras como las
medievales. Asusta que internet pase de ser una ventana abierta a la
información a un lodazal donde realidad, ficción y manipulación se den la mano
y sean tratadas con un mismo rasero. Así los radicalismos, populismos y
falsedades tienen la puerta abierta.
sábado, 19 de noviembre de 2016
sábado, 5 de noviembre de 2016
Un aleteo
A veces la parte cerebral que nos
domina descansa o se duerme y somos pura
intuición. Para algunos es lo normal, viven inmersos en sus propios sonidos,
atendiendo los dictámenes del cuerpo. Pero muchos de nosotros somos seres
racionales, a veces demasiado, y todo lo intelectualizamos, medimos, pesamos.
En el extremo, los flemáticos ingleses o los rígidos japoneses no transparentan
sus sentimientos, se rodean de fría cordialidad. Lo que en esos momentos nos
domina no es lógico ni mesurable ni tiene peso, es tan nimio que apenas se
podría explicar. En la conversación con un amigo, alguien querido, de repente
algo se rompe. Ha sido solo un gesto o un quiebro en la voz, una palabra
escogida sin demasiado cuidado, pero ahí está, se abre una brecha, un malestar.
Arundhati Roy, en El dios de las pequeñas
cosas, lo expresaba como “el tenue movimiento de unas alas de mariposa en
el corazón”, porque no es más que eso, un presentimiento, un escalofrío en los
huesos, un pellizco en las tripas, un aleteo de miedo, de emoción, de angustia.
Somos seres racionales, pero a veces el viento que se alía con un cielo
encapotado y gris nos arruina el día y nos sirve a la mesa melancolías y
dolores archivados. Un cuadro mal colgado, una silla fuera de su sitio, no
poder aparcar el coche, una cola demasiado larga en el supermercado, una
cisterna que gotea… No es casi nada, un aleteo. Y acabamos en el malhumor, el
llanto, una desesperación espesa y absurda que nos arruina el día. Es la
rendija. Una herida vieja que se abre y deja paso a la irritación, el dolor, el
miedo almacenado, que rabian por salir. Entonces, el sol de invierno, una
música, una palabra amable atrapada en una esquina, el primer trago de una
cerveza fresquita, un abrazo… nos ponen de nuevo a flote y así el día, al menos
ese día, no se hunde y queda a salvo de la melancolía.
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