sábado, 24 de agosto de 2019

¿Derecho de admisión o de rechazo?


Cuando era pequeña y me esmeraba en observar el mundo adulto para entenderlo, lo hacía con esa sed de aprenderlo todo que solo tienen los niños. Había muchas cosas que se me resistían (algunas sigo sin entenderlas), pero recuerdo especialmente el mensaje oscuro de algunos carteles. “Coto privado de caza” y “Reservado el derecho de admisión” eran dos de los que más se me atragantaban. El primero me resultaba terriblemente confuso. Me explicaban que era un lugar para cazar, pero para mí el término “privado” solo tenía el significado de “prohibido” o “carente de”, de manera que no me quedaba claro si era un lugar dedicado a la caza o donde se la prohibía. Ahora que lo entiendo, todavía no dejo de pensar que habría sido mejor si lo hubieran llamado “Coto de caza privado”.

“Reservado el derecho de admisión” me sigue inquietando. Y es que una cosa es el espíritu de la ley (garantizar el cumplimiento de requisitos legales creados para impedir el acceso a personas violentas a un evento o espectáculo) y otra muy diferente el uso que se le da (prohibir la entrada de manera subjetiva a toda persona que no vista o calce a gusto del portero de una discoteca). El BOJA lo deja muy claro en su artículo 6 cuando señala que las restricciones nunca pueden suponer “discriminación o trato desigual de las personas que pretendan acceder al establecimiento público basadas en juicios de valor sobre la apariencia estética”. Es decir, el propietario puede fijar alguna norma, pero debe haber sido previamente aprobada y sellada por la Administración y la lista de los requisitos de exclusión (que no pueden ser arbitrarios ni discriminatorios) debe aparecer bien visible junto al cartel que contiene el dichoso “reservado el derecho de admisión”. Entonces, ¿cómo es posible que los fines de semana de verano aumente la edad permitida para entrar a un local o los porteros veten determinadas camisas o zapatillas o incluso obliguen a los chicos a quitarse los pendientes para acceder? ¿Una camisa con palmeras es más amenazante que una con botoncitos en el cuello o el peligro emana directamente de los pendientes? ¿Quién dicta estas normas de elegancia? Me parece que se trata de un caso más de chulería y abuso.

viernes, 9 de agosto de 2019

Verano


Un tiempo raro, las vacaciones de agosto. Y no estoy hablando ahora del tiempo climático, que también, sino de los días llenos de claroscuros que se suceden entre la dulce pereza de las vacaciones, cuando el tiempo vuelve a dilatarse como en los veranos de la infancia, cuando se recuperan hábitos que los “por hacer” del resto del año habían expulsado de los horarios, cuando una mirada a las noticias, los periódicos o Facebook nos envuelve en las absurdas contradicciones de la existencia. Tiroteos en Estados Unidos, en El Paso…; un millonario futbolista no se decide a cambiar de equipo y de ciudad para instalar su escandaloso sueldo; el avance del ébola; una marca china elabora unos calcetines que se pueden usar durante seis días sin lavar porque acaban con las bacterias causantes de los malos olores; un buque cargado de historias dramáticas de abusos, injusticias y dolor lleva cinco meses en alta mar sin encontrar puerto para desembarcar a las 120 personas, 32 menores de edad, que consiguieron salir del infierno para dejar de creer en el paraíso; el último informe de la ONU avisa de que queda muy poco tiempo para salvar el planeta; Trump y sus estrategias; la campaña andaluza sobre malos tratos usa fotos de mujeres sonrientes sacadas de un banco de imágenes europeo; las redes se vuelven locas con la app que envejece… 
Y así mediamos agosto jugando a la felicidad, mientras miramos a hurtadillas y con desconfianza las ocurrencias de un verano más que será inevitablemente un verano menos. Por ahora, en esta inestabilidad veraniega el horizonte sigue estando ahí, donde el sol insiste en amaneceres serenos y puestas de sol cargadas de esperanza. Tiempo de gozo, de reflexión, de incertidumbre. “Ojalá que la aurora no dé gritos que caiga en mi espalda”, cantaba Silvio. “No me dormiré, no me dormiré en toda la noche, veré la primera raya del alba en esa ventana”, escribía Cortázar.
La esperanza de la aurora.