Me apetecía mucho hablar de la
huida del Monkey Week, pero ya durante toda la semana se ha escrito extensamente
sobre el tema, así que prefiero no insistir en una noticia ya confirmada que no
tiene remedio a corto plazo (a largo plazo yo me lo replantearía ¿han tenido en
cuenta lo especial que se hace un festival ligado a una ciudad pequeña
sorteando el miedo de perderse en la vorágine de una más grande, cuando, encima,
la ciudad tiene un clima y un entorno playero y gastronómico flipante, además
de una infraestructura de apartamentos para alquilar y hoteles, ya montada y en
temporada baja? Podría ser una pista el Sonorama
en Aranda del Duero, el Benicasim, el
Arena Sound... Perdón, se me ha
calentado la mano). Así que pensando en
otro tema del que ocuparme, me asaltó un timbrazo impertinente. Era una
compañía telefónica para hacer una oferta. Por el sonido y el acento parecía
una llamada de ultramar. Para distraerme del cabreo de ser asaltada en mi propia casa un sábado a las 4 de la tarde
por tan inoportuna interrupción de mi tiempo de ocio, puse la tele un rato y
conseguí interesarme en un monólogo bastante simpático y divertido de Santi
Millán. Hasta que cortaron una frase sin previo aviso para la publicidad y, a
la vuelta, dejaron que la frase fluyera unos diez segundos más para de nuevo
interrumpirla, esta vez sí, con aviso de que sería solo por 6 minutos. Evidentemente
apagué. Entonces pensé que hacer un bizcocho para la merienda era una buena
manera de dejar descansar la mente. Cogí la tablet
para buscar una receta y conecté la radio.
La receta la encontré, pero se volvió ilegible gracias a un anuncio de
una bebida gaseosa y carbonatada que no pienso nombrar ni beber. Al mismo
tiempo, en la radio una inteligente conversación versaba sobre cómo 80 personas
en el mundo acumulan la misma riqueza que el 50% de la población. Parece que el
indicador de la salida de la crisis es el aumento del consumo. Ahora lo
entiendo, disculpen mi cabreo, el intento de obligarme a comprar a la fuerza es
por mi bien. Así se puede seguir perpetuando un sistema económico que provoca
unas cifras tan obscenas que encima convierten en subversivo a quien las nombra.
sábado, 30 de enero de 2016
sábado, 16 de enero de 2016
De huellas y libros
De huellas y libros
Los libros tienen vida propia, dejan huellas, exudan frases y
palabras que los lectores hacen suyas y luego intercambian entre sí con
complicidad. Es una relación simbiótica. A su vez los lectores dejan sus
huellas en los libros. Hay quien intenta borrarlas, mima el libro-objeto con
una fe reverencial hasta el punto de leerlos sin que se note. Les chupa el
contenido como los vampiros la sangre y quedan intactos, como si nunca hubieran
dejado de ser vírgenes. Sin embargo, hay quien no solo los lee, sino que los
gasta y desgasta, los mancha, los subraya, escribe en los márgenes, los usa de
posavasos… Así los libros van acumulando historias que se suman a las que
cuentan en sus páginas. Cuando un libro cambia de manos, lleva consigo rastros
del propietario anterior que no se borran con un simple encalado de paredes. Yo
no soporto abrir un libro y encontrar la huella de otro, atisbar una vida en
una dedicatoria, una nota a lápiz en el margen, un subrayado… Las librerías de
viejo me resultan tristes. Antes lo primero que hacía con un libro nuevo era
firmarlo y fecharlo. Ya no, ahora me disgusta marcarlo, obligar a un fortuito
lector a toparse con algo de mí entre sus páginas. Por eso no los compro de
segunda mano (bueno, también porque los libros viejos, además de traer pegadas
historias ajenas, vienen con ácaros y manchas de humedad que convocan
alergias). Pero tengo un amigo que los adopta, los salva de su humillante
abandono cuando cada domingo en el mercadillo los encuentra tirados en una manta
en el suelo, a la venta bajo un precio irrisorio. No puede evitar comprarlos
para rescatarlos del olvido, los lleva a casa donde acumula títulos que andan
hasta triplicados. Tengo otra amiga a la que un día comenté que en los libros
usados me entristecía enfrentarme a intimidades ajenas y ahora ella, cuando se
topa con un nombre manuscrito en la primera página, lo rastrea en internet
hasta encontrar quién pudo ser el
propietario de lo que momentáneamente le pertenece. Así salva un poco su
recuerdo. Tal vez lo hemos entendido mal y somos nosotros los que pasamos por
los libros y no al revés. Tal vez el formato digital ha venido para librarnos
de tanta huella.
sábado, 2 de enero de 2016
Sin polvo en los armarios
LAS casas de la infancia envejecen como los rostros de las fotografías. Guardan historias que pesan, se cubren con el polvo de la edad. No importa el mimo con que se haya limpiado durante años la vitrina del salón, sus muescas, su desgaste, son cicatrices de la vida que ha atravesado. Mirar cada objeto es seguir su recorrido, quién y dónde lo compró, por qué. A veces en vacaciones, en la casa familiar toca hacer limpieza, aligerar de tesoros acumulados el peso de habitaciones cerradas. Pero los tesoros, destripados los cajones que los protegían, no son nada. Contemplamos los rimeros de papel y vamos separando el oro de la paja. Cartas manuscritas de gente de una época prefacebook que ya no sabemos quiénes son; cuadernos de apuntes con dibujos en los márgenes; folletos y entradas de espectáculos que una vez nos emocionaron; ropa apolillada en la memoria que nos mira con distancia acusadora. Regalos pequeños, un lapicero, un lazo, una postal. Cintas grabadas con carátulas personalizadas que ahora no hay dónde reproducir. El libro de firmas de la primera comunión. Boletines escolares. La basura no es un lugar digno para los recuerdos, incluso aunque ya no lo sean. Mejor encender un buen fuego en la chimenea y convertirlos en cenizas, una pira purificadora a pesar de las pavesas negras que deja el papel, el rescoldo de los años. Son más difíciles de quemar o rescatar las fotos pequeñas, en blanco y negro, de quienes fueron alguien para la familia y hoy son desconocidos a los que nadie sabe nombrar. ¿Qué hacer con esos rostros que sonríen a la cámara cogidos del brazo? El fuego es la condena al olvido, pero una caja cerrada, un cajón sin nombre ni fecha es el olvido también. Las dos carpetas de recuerdos que sobreviven a la quema, llegadas a El Puerto sufrirán un segundo espulgo. Es la vida, un tragicómico sinsentido que solo puede ser vivido con la pasión de quien se cree inmortal a pesar de los avisos de los cajones cerrados. Nos duele envejecer, pero resulta/más difícil aún/comprender que se ama solamente/aquello que envejece escribe García Montero. Perdonen la tristeza, estamos estrenando año; que traiga al menos 365 nuevos días que queramos atesorar siempre.
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