Una de las cosas que más me gusta
cuando viajo es observar. Calles, fachadas, vida en las plazas, en las aceras,
en los mercados. Pero sobre todo me
gusta ver gente, rostros, arreglos, toda clase de ropa, de vidas distintas e
imaginadas. Me gusta especialmente en las grandes ciudades, donde cada uno
viste como quiere, lleva de la mano a quien quiere, muestra que en la vida real
el concepto de “normal” no existe. Durante muchos viajes, siempre que visito
Madrid o cualquier otra gran urbe, me sorprende el calzado de las mujeres,
especialmente en verano, cuando el calor aprieta, el pie se ensancha y aún así,
debe pasar horas sosteniendo el paso, aguantando las necesidades del trabajo,
las ganas de turismo o simplemente el ocio. Siempre me ha espantado ver en los
pies de otras, sandalias que no abarcan todos los dedos, tiras que se clavan en
la carne, tacones demasiado altos para subirse a ellos, plataformas difíciles
de arrastrar. Hay una imagen en la peli “Armas de mujer”, en la que el
personaje de M. Griffith es una chica de barrio que sale de casa con unas
deportivas que cambia por unos tacones de aguja al llegar a su oficina en el
centro de N.Y. Creo que ese apego a la comodidad antes de incorporarse al
ambiente laboral reglado y exigente es lo que me viene a la cabeza una y otra
vez cuando veo por las calles o en el metro a tantas mujeres que
inevitablemente deben de llevar dolor de pies. Por eso este verano me ha
alegrado comprobar que los dictados de la moda están dando un respiro a las demandas
femeninas. Las deportivas se han puesto de moda. Pantalón, minifalda o vestido
corto, ahora todo combina con unas zapatillas cómodas. Puede parecer superfluo
esto del calzado, pero es absurdo que las mujeres se sometan voluntariamente a
modas que les impiden caminar con soltura para satisfacer un fetichismo
masculino. Por una vez la moda nos favorece, es también una imposición, por
supuesto, pero tal vez podamos agarrarla para que la verdadera revolución
femenina llegue también a los pies. La liberación no puede llegar si se tienen
grilletes que impiden salir corriendo. Una vez más tenemos en nuestras manos la
llave de nuestro cambio.
sábado, 25 de agosto de 2018
sábado, 11 de agosto de 2018
Tiempo regalado
Viajar en tren es un regalo para
aquellos que no podemos entretener los viajes en coche o autobús leyendo ni
fijando la vista en una pantalla porque nos mareamos. Dejando de lado la
aureola romántica que durante un tiempo tuvo, sigue siendo un medio que se
presta a un encuentro personal y directo con uno mismo y el paisaje. Entrar a
un vagón, sentarse al lado de la ventanilla y disponer de unas cuantas horas
para uno mismo, ofrece unas posibilidades cada vez menos al alcance de la mano
en nuestro mundo de prisas. Me encanta llevar lectura, un cuaderno, y dejarme
balancear y seducir por el zumbido suave del tren que avanza. Somos bastantes
los que compartimos esta sensación placentera de disponer de un tiempo extra,
un paréntesis para dejar que las ideas vuelen con el paisaje o para
enfrascarnos en un libro durante horas, como hacíamos en los veranos eternos de
la niñez, cuando el tiempo se alargaba y aún estaba de nuestra parte, sin más
horarios ni perspectiva de inquietud que la que marcaban los momentos de la
comida. Los túneles, la orografía del terreno… se hacen cómplices y ofrecen la
coartada de la falta de cobertura permitiendo que el móvil también se adormezca
olvidado en el fondo del bolso o sea solo cómplice que aporta una banda sonora
bien escogida a estos kilómetros de desconexión. Lástima que esta idea no la
comparta todo el mundo y se padezca a veces la intromisión de un viajero sin
botón de “pause” que, incapaz de desconectar, gestiona negocios desde su móvil
o repasa su agenda yendo de una llamada vacía a otra, usando un tono de voz
elevado y molesto como si estuviera solo en la oficina o el salón de su casa.
Esta intromisión en mi tiempo regalado me choca y me molesta, pero no es de
ellos de quien quería hablar hoy. Además, ya Elvira Lindo les dedicó un
estupendo artículo, “El vagón de los raros”. Solo me apetecía reseñar la
agradable sensación de dejarse llevar olvidados de direcciones, desvíos,
caravanas… horas a salvo del apremio y la impaciencia, un regalo entre el antes
y el después del destino del viaje.
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