sábado, 25 de agosto de 2018

Notas de verano

Una de las cosas que más me gusta cuando viajo es observar. Calles, fachadas, vida en las plazas, en las aceras, en los mercados.  Pero sobre todo me gusta ver gente, rostros, arreglos, toda clase de ropa, de vidas distintas e imaginadas. Me gusta especialmente en las grandes ciudades, donde cada uno viste como quiere, lleva de la mano a quien quiere, muestra que en la vida real el concepto de “normal” no existe. Durante muchos viajes, siempre que visito Madrid o cualquier otra gran urbe, me sorprende el calzado de las mujeres, especialmente en verano, cuando el calor aprieta, el pie se ensancha y aún así, debe pasar horas sosteniendo el paso, aguantando las necesidades del trabajo, las ganas de turismo o simplemente el ocio. Siempre me ha espantado ver en los pies de otras, sandalias que no abarcan todos los dedos, tiras que se clavan en la carne, tacones demasiado altos para subirse a ellos, plataformas difíciles de arrastrar. Hay una imagen en la peli “Armas de mujer”, en la que el personaje de M. Griffith es una chica de barrio que sale de casa con unas deportivas que cambia por unos tacones de aguja al llegar a su oficina en el centro de N.Y. Creo que ese apego a la comodidad antes de incorporarse al ambiente laboral reglado y exigente es lo que me viene a la cabeza una y otra vez cuando veo por las calles o en el metro a tantas mujeres que inevitablemente deben de llevar dolor de pies. Por eso este verano me ha alegrado comprobar que los dictados de la moda están dando un respiro a las demandas femeninas. Las deportivas se han puesto de moda. Pantalón, minifalda o vestido corto, ahora todo combina con unas zapatillas cómodas. Puede parecer superfluo esto del calzado, pero es absurdo que las mujeres se sometan voluntariamente a modas que les impiden caminar con soltura para satisfacer un fetichismo masculino. Por una vez la moda nos favorece, es también una imposición, por supuesto, pero tal vez podamos agarrarla para que la verdadera revolución femenina llegue también a los pies. La liberación no puede llegar si se tienen grilletes que impiden salir corriendo. Una vez más tenemos en nuestras manos la llave de nuestro cambio.

sábado, 11 de agosto de 2018

Tiempo regalado



Viajar en tren es un regalo para aquellos que no podemos entretener los viajes en coche o autobús leyendo ni fijando la vista en una pantalla porque nos mareamos. Dejando de lado la aureola romántica que durante un tiempo tuvo, sigue siendo un medio que se presta a un encuentro personal y directo con uno mismo y el paisaje. Entrar a un vagón, sentarse al lado de la ventanilla y disponer de unas cuantas horas para uno mismo, ofrece unas posibilidades cada vez menos al alcance de la mano en nuestro mundo de prisas. Me encanta llevar lectura, un cuaderno, y dejarme balancear y seducir por el zumbido suave del tren que avanza. Somos bastantes los que compartimos esta sensación placentera de disponer de un tiempo extra, un paréntesis para dejar que las ideas vuelen con el paisaje o para enfrascarnos en un libro durante horas, como hacíamos en los veranos eternos de la niñez, cuando el tiempo se alargaba y aún estaba de nuestra parte, sin más horarios ni perspectiva de inquietud que la que marcaban los momentos de la comida. Los túneles, la orografía del terreno… se hacen cómplices y ofrecen la coartada de la falta de cobertura permitiendo que el móvil también se adormezca olvidado en el fondo del bolso o sea solo cómplice que aporta una banda sonora bien escogida a estos kilómetros de desconexión. Lástima que esta idea no la comparta todo el mundo y se padezca a veces la intromisión de un viajero sin botón de “pause” que, incapaz de desconectar, gestiona negocios desde su móvil o repasa su agenda yendo de una llamada vacía a otra, usando un tono de voz elevado y molesto como si estuviera solo en la oficina o el salón de su casa. Esta intromisión en mi tiempo regalado me choca y me molesta, pero no es de ellos de quien quería hablar hoy. Además, ya Elvira Lindo les dedicó un estupendo artículo, “El vagón de los raros”. Solo me apetecía reseñar la agradable sensación de dejarse llevar olvidados de direcciones, desvíos, caravanas… horas a salvo del apremio y la impaciencia, un regalo entre el antes y el después del destino del viaje.