Es fácil sentirse seguro cuando
uno se acomoda a la seguridad. Sencillamente parece que los problemas no
existen por el solo hecho de que no se ven. El refranero popular lo recoge muy
claramente “ojos que no ven, corazón que no siente” o, como decía Gómez de la
Serna en una de sus greguerías “Cartas que no llegan, corazón que descansa”. Es
cierto que don Ramón se movía en un ambiente epistolar en el que las cartas que
llegaban eran manuscritas y hablaban de sentimientos, mientras que su
pensamiento es hoy más acertado que nunca en un entorno en el que las únicas
cartas que se reciben, las mandan el banco, el ayuntamiento o hacienda. Y
ninguna de ellas suele traer buenas noticias, por cierto. Pero estaba hablando
de seguridad, de sentir que el estilo de vida es el adecuado, que el lugar en
el que se vive es amable, que nos hemos recuperado de la crisis, que la
violencia de género es una exageración, que las calles son seguras. No es una
cuestión de alarmismo, pero basta salir del entorno confortable creado a
nuestra doméstica manera, para darnos cuenta de que para mucha gente llegar a
fin de mes es un auténtico calvario, hay muchísimas mujeres que sufren maltrato
psíquico o físico a diario, existen demasiadas familias en las que los niños se
crían sin guía, en la calle y a expensas de Telecinco, hay una parte de la
población que se mueve entre violencia cada día... Hace unos meses, sin ir más
lejos, lo presencié al pasar en coche por una calle no muy concurrida. Ante
nosotros cruzó una chica y, detrás, apareció otra que la agarró del pelo y la tiró
al suelo. Las dos acabaron enzarzadas en una pelea de patadas, puñetazos y
tirones de pelo. La contemplación de ese tipo de violencia, cuando no estás
acostumbrado, sobrecoge y sacude. Abre
la ventana a otras vidas. Para dejar de ver el entorno como una postal fija,
conviene de vez en cuando airearse, viajar, visitar otros barrios, conversar
con gentes muy diferentes… en definitiva, ponerse en la piel del otro,
cambiar el enfoque. Cada uno observa la
existencia desde su ventana. Pero podemos subir a una azotea y observar. El
cambio de perspectiva estremece. También espabila y favorece la empatía.
sábado, 18 de noviembre de 2017
martes, 7 de noviembre de 2017
Fúnebres ramos
Sé muy bien que la mejor forma de
vencer un temor es afrontarlo. Si un niño tiene miedo del monstruo que acecha
bajo la cama, nos asomaremos con él a ese territorio oscuro para demostrarle
que su miedo carece de fundamento. Pero cuando no basta con asomarse bajo la
cama para comprobar que los monstruos no existen o no tienen jurisdicción en el
dormitorio infantil, a veces optamos por dar la espalda y tratar de olvidar el
problema. Todo esto viene a cuento de la pasada fiesta de los Santos. Reconozco
que siempre me ha desagradado esta celebración, la cita en los cementerios para
limpiar lápidas, poner flores, arreglar la casa de los muertos... Y, por
supuesto, nunca me dejé convencer para acompañar a mis familiares en la tarea.
La fiesta, aunque bastante sepultada por el éxito de Halloween, no ha caído del
todo, pero me temo que últimamente no estamos gestionando bien la relación con
la muerte. Del engorro de velar a los muertos en casa, se ha pasado a los
asépticos tanatorios donde todo es frío, distante, correcto. La incineración es
más barata y ahorra, además de dinero, la necesidad de atender un espacio en
las necrópolis. No estoy segura de que estas nuevas costumbres ayuden a
entender el proceso. No queremos saber nada de la muerte. Hemos eliminado el espacio oscuro bajo la
cama poniendo debajo del colchón un canapé, pero los monstruos infantiles se
siguen escondiendo tras las puertas, en los armarios… porque el miedo a lo
desconocido forma parte del ser humano. Nuestros mayores habían domesticado ese
miedo a la muerte, los ritos ayudaban en la tarea. No sé si eliminarlos es una buena opción. El
domingo pasado acompañé a mi padre al cementerio. Respiré hondo y traté de no
pensar mientras quitábamos el polvo a las lápidas de los que fueron mis seres
más queridos. Nunca los pienso allí. Dejamos unas flores (naturales, claro, a
mi madre nunca le gustaron los artificios). Mi padre rezó ante ella, mis abuelos, mis
tíos, algunos amigos. Tocar las lápidas no me trajo consuelo, pero tampoco
pesadillas. Había familias con niños. Los educaban para la muerte que, después
de todo, nos está “aguantando la vida”.
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