martes, 7 de noviembre de 2017

Fúnebres ramos

Sé muy bien que la mejor forma de vencer un temor es afrontarlo. Si un niño tiene miedo del monstruo que acecha bajo la cama, nos asomaremos con él a ese territorio oscuro para demostrarle que su miedo carece de fundamento. Pero cuando no basta con asomarse bajo la cama para comprobar que los monstruos no existen o no tienen jurisdicción en el dormitorio infantil, a veces optamos por dar la espalda y tratar de olvidar el problema. Todo esto viene a cuento de la pasada fiesta de los Santos. Reconozco que siempre me ha desagradado esta celebración, la cita en los cementerios para limpiar lápidas, poner flores, arreglar la casa de los muertos... Y, por supuesto, nunca me dejé convencer para acompañar a mis familiares en la tarea. La fiesta, aunque bastante sepultada por el éxito de Halloween, no ha caído del todo, pero me temo que últimamente no estamos gestionando bien la relación con la muerte. Del engorro de velar a los muertos en casa, se ha pasado a los asépticos tanatorios donde todo es frío, distante, correcto. La incineración es más barata y ahorra, además de dinero, la necesidad de atender un espacio en las necrópolis. No estoy segura de que estas nuevas costumbres ayuden a entender el proceso. No queremos saber nada de la muerte.  Hemos eliminado el espacio oscuro bajo la cama poniendo debajo del colchón un canapé, pero los monstruos infantiles se siguen escondiendo tras las puertas, en los armarios… porque el miedo a lo desconocido forma parte del ser humano. Nuestros mayores habían domesticado ese miedo a la muerte, los ritos ayudaban en la tarea.  No sé si eliminarlos es una buena opción. El domingo pasado acompañé a mi padre al cementerio. Respiré hondo y traté de no pensar mientras quitábamos el polvo a las lápidas de los que fueron mis seres más queridos. Nunca los pienso allí. Dejamos unas flores (naturales, claro, a mi madre nunca le gustaron los artificios).  Mi padre rezó ante ella, mis abuelos, mis tíos, algunos amigos. Tocar las lápidas no me trajo consuelo, pero tampoco pesadillas. Había familias con niños. Los educaban para la muerte que, después de todo, nos está “aguantando la vida”. 

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