domingo, 20 de octubre de 2019

Data


Artificial Intelligence, Brain, Think
  En una conversación de café nos quejábamos una vez más de las inoportunas llamadas al fijo o al móvil a las 4 de la tarde para vender, hacer una encuesta, obtener información…. Un amigo, cliente de Vodafone, comentó que había recibido una llamada supuestamente de la compañía para ofrecerle un descuento en la tarifa si se acogía a la oferta en ese momento, para lo cual le pedían ¡su número de teléfono! En este caso era una estrategia para obtener su número, pero lo que no dejo de preguntarme es por qué es legal esta invasión en nuestra intimidad, cómo hemos permitido que nuestros datos circulen por ahí para acabar tejiendo una red entorno a nosotros, víctimas consumistas rodeadas de ofertas cada vez más y más ajustadas a nuestro perfil.


Alguno me dirá que esto se debe a la aceptación de las cookies y a la información que damos a través de las redes sociales, pero no es del todo cierto. Las empresas crean campañas con ofertas y regalos que se obtienen tras rellenar un formulario que el cliente cumplimenta sin saber que está dando su consentimiento para ceder esta información a terceros. La venta de datos es un negocio muy lucrativo, existe una gran industria que los recopila y organiza para su uso publicitario. El precio de un lead (persona con datos verificados) varía entre los 2 y los 15 euros. En nuestra conversación de café, otro amigo nos pasó la página en la que, mediante un calculador creado por The Financial Time, podemos saber cuánto valen nuestros datos. Yo lo probé y mi perfil es bajo, solo unos 0,97 dólares.


Se supone que este negocio está muy controlado en Europa, pero en la práctica las grandes empresas con presencia en todo el mundo hacen uso de los datos sin tener en cuenta las leyes locales. Las plataformas digitales ya conocen nuestras preferencias mejor que nosotros y no queda hoy espacio para hablar de cómo los procesos algorítmicos usan los datos para perpetuar prejuicios raciales y de género e incluso cómo se manipulan para obtener beneficios políticos.


Estamos llegando más allá de las distopías que idearon autores como Orwell. Aunque nos creamos libres, cada vez caemos más y más en las garras de esta era de consumismo atroz e insostenible.

sábado, 5 de octubre de 2019

Dulce octubre, abandonado invierno

Octubre nos adentra en el calendario con la calidez confortable de los abrazos. El sol declinante combinado con el poniente suave de estos días cae sobre nosotros con íntima familiaridad. Atrás queda la contundencia del sol castigador de los meses pasados. Con esa misma hospitalidad nos recibe la playa, silenciosa y acogedora, abierta todavía a cualquier escapada, a chapuzones tardíos, a paseos largos en ropa de verano. Octubre en El Puerto es un regalo, una vuelta suave a la rutina, lejos de las estridencias y ruidos de los veraneantes.

Los días se acortan de manera natural, todavía se permite la flexibilidad en las costumbres, los excesos veraniegos se van abandonando con la misma naturalidad con la que el sol se retira cada día un poco antes ofreciendo a cambio un espectáculo de colores, de mareas largas... Octubre es así hasta el cambio de hora. Entonces, lejos de la suavidad otoñal, la falta de luz nos encierra con brusquedad en un invierno que aún está por llegar. Es en ese momento cuando el portuense parece decidir que se recoge y solo volverá a salir en Navidad, Semana Santa, feria, fiestas patronales... El centro, abandonado por turistas y autóctonos, no conseguirá encontrar, como sí lo hacen las playas, el encanto de un atuendo apropiado para la ocasión y se seguirá moviendo entre la decadencia sin gracia y la desolación. 

No tendría por qué ser así. El Puerto, que todavía vive de las rentas de un nombre ganado en otros tiempos, podría buscarse a sí mismo y encontrar una fórmula que recuperara el ambiente de sus calles, el comercio del centro, la agitación propia de lo que tiene vida... Mientras los portuenses no se tomen en serio la necesidad de un auténtico y profundo plan rehabilitador, no se conseguirá salir del estado en que nos encontramos y seguiremos entonando con resignación y pasividad la odiosa cantinela de “El Puerto está muerto”. 

A la espera del cambio, disfrutemos del dulce otoño confiando en que, con la caída de las hojas, se venga abajo también la pasividad y brote algún estímulo que nos haga reaccionar