sábado, 29 de diciembre de 2018

Pasiones




¿Todos tenemos un don? Probablemente sí. Otra cosa es que se nos permita vivir de él. Si fuera así supongo que el trabajo nos haría en general más felices. En mi caso tengo la suerte de trabajar en algo que me apasiona, pero soy consciente de que no es demasiado fácil ni común. Empiezo con esta reflexión porque en estos días de ocio y familia paso mucho tiempo con mis hijos y sobrinos. Hablar con ellos es un placer, uno cree rejuvenecer rodeado de tanta energía y potencial. Es obvio que cada uno tiene algo que lo hace especial y, sin embargo, las preocupaciones de los adultos en torno a ellos se mueven buscando alternativas que, en lugar de desarrollar este don o habilidad, permitan, como mucho, conservarlo dentro de un espacio para el ocio. A veces me parece que se trata de arrinconar la pasión, de domesticarla para que ocupe una parcela cómoda fuera del peligro de querer dedicarse a ella. En mi familia, un lugar especial lo ocupa la música. La otra noche, después de oírlo cantar durante un buen rato, mi hijo nos explicaba que siempre va a la facultad escuchando música con los cascos y que a veces una canción le gusta tanto que la pone en bucle y entonces lo aísla de tal manera, que cuando la canción acaba y vuelve a los sonidos ambientales, tiene la sensación de que al mundo real le falta algo. Su abuelo lo animó a no abandonar nunca la guitarra, la  composición, el canto…, pero advirtiéndole, como hemos hecho todos, que no podría vivir de la música. Y ante su contundente respuesta me sorprendió el no saber si alegrarme por la madurez que transparentaba o entristecerme por haberlo “educado” demasiado. Su respuesta fue: “abuelo, yo solo espero que con tu edad, siga disfrutando mientras toco la guitarra tanto como lo hago ahora”. De esta reflexión sale mi deseo de año nuevo: que el mundo se vuelva tan sabio que sea capaz de dar a cada uno la oportunidad de vivir de lo que le apasiona hacer. Si los sistemas educativos y los gobiernos aprendieran a valorar la diversidad, a sacarle partido en lugar de medirnos a todos por los mismos raseros en una estúpida lucha por la competitividad, otro gallo nos cantaría. Pues eso ¡por un mundo más igualitario y más justo! 

lunes, 17 de diciembre de 2018

Chomsky en Extremadura

Estos días después del puente, de vuelta a la normalidad, a la cotidianeidad donde intento ser yo, la que me he construido o la que las circunstancias han ido construyendo para mí, busco un asiento que me dé seguridad. Necesito volver a poner las cosas en su sitio, aparcado el juego del viajero que vive de puntillas sin entrar a fondo en el lugar que visita, que es otro más ligero, menos introspectivo, porque está de paso. Pero en la vuelta a casa, al recuperar mi espacio, con mis muebles y mis libros, recupero también los miedos e inseguridades. Porque en lo cotidiano se recupera el tempo de la vida, se organizan los chispazos atrapados en el viaje, se usan las baterías cargadas en los días de ocio. Leo en la prensa que estos días Chomsky ha celebrado su 90 cumpleaños. La primera vez me lo encontré en la universidad, dando sentido a la sintaxis a través de la estructura profunda; la última en un viaje, una habitación de hotel rural cerca de Trujillo, en Extremadura, en un paraje rodeado de chaparros y gallinas. Había en mi habitación un ejemplar de “Chomsky para principiantes” que me ayudó a pasar la siesta que no duermo. Me recordó Chomsky la naturaleza indagadora del ser humano. Este pensador “contribuyó a refutar la desagradable afirmación conductista de que no somos más que máquinas insensibles plasmadas por una historia de refuerzos, tan libres exactamente como una rata en un laberinto, y sin ninguna otra necesidad propia que satisfacer su fisiología”. No sé si somos libres, pero intuyo que tampoco máquinas insensibles. Compruebo cada día que cuanto más nos ilustramos y educamos, cuanto más desarrollamos el espíritu crítico, más lejos estamos de convertirnos en una masa de borregos dispuesta a seguir a cualquier líder populista. Por eso apuesto por el viaje, la lectura, la confrontación sana con el diferente, la educación, la indagación creadora… que nos harán, si no más libres, menos manipulables.

sábado, 1 de diciembre de 2018

Flamenquines

                                    
Cuando era niña me preocupaba mucho el futuro, crecer, dejar de ser quien era. Temía también el cambio en los demás y la manera en que eso afectaría a mi vida. Hay una viñeta de Mafalda que expresa exactamente lo que sentía: se la ve en la playa con sus padres jóvenes y sonrientes en bañador. Al lado se instala una pareja de ancianos, frágiles, llenos de arrugas. Entonces Mafalda rompe en llanto ante sus sorprendidos padres gritando: “¡Nunca sean como dentro de unos años!”. Ese temor al futuro es lo que sentía yo cuando jugábamos a imaginar qué absurda edad tendríamos por ejemplo en el año 2000, creo que no nos atrevíamos a ir más allá del final del milenio. Pero, como diría Gil de Biedma, “ha pasado el tiempo y la verdad desagradable asoma…” Ahora que he sobrepasado la edad de los padres de Mafalda, compruebo que esto del futuro no iba solo de mudar la piel o arrugarla, también por dentro se cambia. La perspectiva, el escepticismo, la fe en la humanidad, el enfoque... Decía J. J. Millás que un día te miras al espejo y encuentras que te has convertido en tu padre. Compruebo que, además, dices, temes y esperas lo que ellos decían, temían y esperaban. Hoy, mientras escribo este texto, es el día de mi padre (en Jaén todavía se celebra el día del santo). Lo celebramos el fin de semana comiendo flamenquines, la comida casera que más nos recuerda a mi madre, quien se las arreglaba para compaginar un trabajo muy exigente con darnos caprichos como aquellos: unos latosos y exquisitos flamenquines que devorábamos con pasión ajenos al esfuerzo que suponía hacerlos en una época en que eran ellos los padres atareados que jugaban a construir una familia. Y entonces, en la casa familiar, con naturalidad, sentí que no solo estaba haciendo los flamenquines de mi madre, sino que mientras machacaba el ajo y perejil, mientras maceraba la carne con limón y la estiraba, mientras liaba los filetes sobre un cigarro de jamón y una sabanita de queso, mientras los “emborrizaba”… yo era ella en su cocina, así de cerca la sentí. Y lo disfruté porque, después de todo, quizás sea esta la forma de hacernos un poco menos mortales, dejar un rastro que se repita en alguien que nos quiere.