Para muchos, septiembre es una
línea difícil de cruzar, casi una amenaza, una espada de Damocles que pendula
sobre sus cabezas desde que las grandes superficies adelantan a julio el anuncio
de la vuelta al cole. Pero ya hemos avanzado septiembre y es más bien una
delicia. Es despedirse del verano saboreando unos días que se acortan pero que
son rabiosamente luminosos. Es amoldarse a la rutina como los dedos a las
cuerdas de una guitarra, buscando el ritmo. Es un muestrario de oportunidades
para engancharse a propuestas nuevas. Las playas están más tranquilas, vuelven
a un ambiente más íntimo, de hogar, lejos de las estridencias y el alboroto
apelotonado del verano. La gente sigue en las calles y se va despojando de la
vorágine vacacional sin prisa. Se quita el verano muy despacio, sin dolor, al
tiempo que se desvanece el dorado de la piel. La cartelera cinematográfica se
anima con novedades que vuelven a ser interesantes; comienza la temporada
teatral con estrenos de calidad alejados unos y otros de los formatos estivales
tan cercanos al molde propuesto por la canción del verano. Los niños se
tranquilizan y acaban asumiendo el orden de las clases, el deporte, los amigos… ¡Y la luz! Estos días brillantes, estos
domingos tan apetecibles, tan esperados, tan aptos todavía para los paseos, la
playa, la sierra, cualquier actividad al aire libre antes de que el cambio de
hora nos obligue al repliegue. Septiembre es engañoso desde su nombre, trae un
siete en la espalda de su etimología pero juega de nueve, se mueve entre dos
estaciones. Es un amago de rigidez que no llega a cuajar. Se lo quiere ver como
la puerta del otoño, pero aún defiende su verano. Y se deja querer, solo hay
que aprender a mecerse en sus vaivenes, en sus contrastes ¿qué sería de un
verano eterno de calores, ocios y abandonos? Solo se valora lo que duele perder.
Así, septiembre nos deja saborear lo que el verano trajo y otear el verano que
vendrá. Pero no hay prisa, mejor esperar sin ansia. Cuando emprendas el viaje a Ítaca, pide que el camino sea largo…no
apresures nunca el viaje… Y en eso estamos, nos amoldamos a otro ritmo
aunque añoramos otro verano que se fue. ¡Feliz vuelta al cole!
sábado, 24 de septiembre de 2016
miércoles, 14 de septiembre de 2016
Sombra de higuera
Cuando era pequeña, los veranos
eran una larga llanura de aventuras que inventar. A los niños el calor seco de
Jaén no nos asustaba y en casa hubo que perdonarnos enseguida la obligación de
dormir las aborrecibles siestas que necesitaban los mayores. Ganó la lógica: vosotros estáis cansados, nosotros no;
vosotros tenéis calor, a nosotros no nos afecta; vosotros trabajáis pero
nosotros tenemos vacaciones, no las vamos a desperdiciar durmiendo. Una única
norma: no se hace ruido en la siesta, no se llama por teléfono, no se va a casa
de nadie. El orden de las estaciones traía inviernos de frío intenso y, con
suerte, alguna nevada; la primavera era flores a María y manga corta; el otoño,
reencuentro con la rutina ocre de la vuelta al cole y el verano… el verano era
ancho, amarillo y seco. En las noches en las que apretaba mucho el calor y salía
fuego de los colchones, se abrían las ventanas para hacer corriente y se retrasaba la hora de dormir. En algunas calles
los vecinos de casas sin patio continuaban la ancestral costumbre de sacar
sillas a la puerta y charlar. Las noches de verano tenían siempre un cielo
estrellado con olor a madreselva y jazmín en el que los silencios se hacían mirando
la noche. Allí estaba el Carro. Hasta más tarde no sería la Osa Mayor. Como nadie
nos contó su leyenda no sabíamos ver en ella a Calisto, la ninfa a la que Hera
convirtió en osa por celos y Zeus, para ponerla a salvo de los cazadores, lanzó
al cielo… No, no había leyendas griegas en aquellas noches de calor. Sí cierto
caos de puertas abiertas, almohadas en los pies, colchones trashumantes en
busca de aire. Porque en Jaén no hace viento sino aire, y no tiene nombre, lo
hace o no se mueve una hoja. De día
la gente salía a la calle solo por necesidad y los domingos se buscaba la
orilla de un río o una alberca para sofocar el calor. Todo esto me lo ha traído
el Levante de este verano porque me hizo huir a El Bosque y me topé con los
domingos de mi infancia. Las sandías enormes refrescándose en el río, las
sillitas de playa, las neveras, la sombra de una higuera… Así, el Levante
persistente me ha devuelto algo de Lo que
otro viento se llevó.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)