sábado, 22 de agosto de 2020

No solo de pan...!

 Para los consumidores de cultura, los meses de estado de alarma más el tiempo transcurrido hasta que entidades, promotores y público se acomodaron (más o menos) a la “nueva normalidad”, resultó un páramo extraño. Sin teatro, conciertos, exposiciones, presentaciones de libros… la normalidad no estaba completa. Nuestro paisano J. Ruibal se ha referido a estos días como un “vacío largo” en el que me he sumido yo también.

Durante este verano se ha hecho un esfuerzo importante para que la cultura vuelva a respirar un poco, para que la gente que acude a estos actos se sienta segura, al tiempo que tantos artistas que se ahogaban han podido ganar la línea de flotación. Los sacrificios han sido considerables puesto que, entre otras medidas, el aforo se ha vuelto muy restringido. Pero se consiguió un poco de luz y así, yo, por ejemplo, he conseguido asistir este verano a una interesantísima conferencia de Luis García Montero sobre Alberti en la Fundación, a un agradabilísimo concierto de Antílopez en el Soko, a una estupenda exposición de María F. Lizaso en el Blanco y Negro y a varios conciertos flamencos en unas noches mágicas al aire libre arrobada por la guitarra y la simpatía de Santiago Moreno. En todos ellos se han seguido escrupulosamente las medidas de seguridad recomendadas, sin acumulaciones ni quejas, más allá de la lógica incomodidad de las mascarillas.

Pero avanza el verano y, con él, la sensación de que la pandemia vuelve a ganar terreno y a estrechar el círculo que nos ahoga. Quiero pensar que la necesidad de sentir las vacaciones, las ganas de disfrutar del sol, los amigos, la familia y el aire libre fueron las culpables de la relajación en las medidas, pero que en septiembre todos nos empeñaremos en evitar la vuelta al encierro. Lo que pasa es que veo cómo también las medidas de contención se hacen más duras y temo que estos deslices veraniegos acaben con una cultura muy tocada, con un colectivo que ha hecho sus deberes para ofrecer espacios seguros.

Así que cruzo los dedos en la confianza de que entendamos que la cultura no es superflua, sino la materia que nos alimenta el espíritu y de la que intenta vivir un número considerable de familias.

sábado, 8 de agosto de 2020

Cuando nadie nos ve

Cuando nadie nos ve, no solo lloramos por “aquellas pequeñas cosas” que cantaba Serrat. Cuando nadie nos ve queremos creer que las reglas de conducta no tienen validez y se puede hacer libremente lo que nos venga en gana. Supongo que somos más nosotros mismos que nunca. Sin público, no hay actuación. Es eso o mala educación. Pero yo vivo en lo que antes se llamaba “un barrio bien”, lo que según la RAE vendría a ser “de posición social y económica elevada”, así que no puede ser falta de educación, que por estos lares se la supone de serie. El caso es que salgo a dar una vuelta con el perro y no veo que se sigan precisamente las “reglas de cortesía y urbanidad” (¿urbanidad? Hasta la palabra suena pasada de moda).

Parece que cuando nadie nos ve, no hay que recoger las cacas del perro. Es por eso que se acumulan en las aceras y zonas ajardinadas y convierten el paseo en un circuito inmundo. Gana la carrera quien consiga volver a casa con su mascota a salvo los dos de haber pisado los excrementos meticulosamente dispersos. 

Cuando nadie nos ve, sacamos la basura a la hora que nos viene bien, no a la que marca el Ayuntamiento, lo que contribuye inevitablemente a que en los días de calor el aire cercano a los contenedores se sienta espeso aún a través de la mascarilla, y no nos molestamos en seleccionar los residuos. 

Cuando nadie nos ve, dejamos junto a los cubos de basura lo que nos sobra en casa: cajas, ropa vieja, sillas rotas, broza del jardín… Por mucho que todos conozcamos que existe un punto limpio al que llevar las cosas y un servicio gratuito de recogida de trastos. 

O puede que no sea la falta de educación, sino el exceso de prepotencia la que explique la facilidad con la que los propios residentes se saltan con demasiada frecuencia las señales de stop, pasean tranquilamente con su perro sobre el carril bici o se paran con el coche en mitad de la calle para hablar con un conocido. 

Cada verano sale en las redes una campaña para reclamar que se permita llevar a los perros a las playas. Viendo el estado en que queda la zona de paseo frente a mi casa, me parece que a quien no deberían dar permiso por falta de civismo es a los dueños.