sábado, 2 de abril de 2022

Nuestra oscuridad

 

Nunca se está más solo que con los ojos cerrados. Echadas las persianas de los párpados, nos replegamos hacia el interior mientras objetos y personas dejan de existir. La oscuridad que convocamos no es absoluta ni suele dar miedo. La reconocemos como nuestra. Cae una cortina que no es completamente negra, ni siquiera cuando es de noche y fuera se ha apagado la luz. Con los ojos cerrados hay un telón de fondo en movimiento lleno de chispitas casi eléctricas que titilan como estrellas. Es nuestro cielo cuando el cielo de fuera no nos sirve para lo que necesitamos hacer: dormir, amar, llorar... Es un acto íntimo.

La gente que no está privada de visión no suele cerrar los ojos cuando está acompañada, sería tan grosero como dar un portazo. No estamos acostumbrados a echar a nadie. Se requiere la misma confianza para este acto como la necesaria para permitirnos un silencio que no resulte incómodo. Porque cerrar los ojos es decidir aislarse, implica recogerse, rechazar momentáneamente el mundo que entendemos como real, dejarlo fuera. Con los ojos cerrados somos los de siempre, no envejecemos, el paisaje que se distingue es el mismo, ofrece algo de estabilidad en nuestras vidas. Yo sigo siendo yo, la que era cuando jugaba al escondite con las manos en la cara y contando hasta diez. La que a veces no podía dormir de noche y en la oscuridad escrutaba este mismo paisaje eléctrico que veo ahora cuando en mi madurez tampoco consigo conciliar el sueño; la que sentía que el mundo la desconsolaba.

Cerrar los ojos crea inseguridad, nos sentimos vulnerables, nos aísla. Nos deja solos con nuestro monólogo interior. Quizás por eso el insomnio se hace tan insoportable. Nos deja frente a nosotros, sin estímulo exterior ni tabla de salvación. La mayoría recurre a un somnífero que acorte los tiempos y acalle la conciencia. No dejo de pensar cómo si no, podrían los abusones del mundo seguir con su estrategia. No hay palabras para justificar a solas que hemos causado daño, que hemos sido los culpables de que existan víctimas en la noche que invocan el sueño mientras lloran a solas, con los ojos cerrados luchando contra el miedo.

Arrogancia

 

Últimamente reflexiono mucho sobre el escepticismo que deviene con la edad. Al menos con la mía. Echo de menos la fe, la ingenuidad, la creencia infantil de que el mundo progresa hacia adelante, que puede ser un lugar bueno y amable. Ahora sé que era simplista y tonto el planteamiento que me hacía creer que el ser humano era capaz de superar aquellos errores en los que cayó en el pasado. El desengaño que supone reconocer que la violencia es una tendencia profundamente humana, que cambian los medios que utiliza a lo largo de la historia, pero no la pulsión que la alimenta, tiene mucha parte de culpa en este escepticismo del que hablo. Luis García Montero en “Luna en el sur” definía exactamente este sentimiento: “La verdadera nostalgia, la más honda, no tiene que ver con el pasado, sino con el futuro. Yo siento con frecuencia la nostalgia del futuro, quiero decir, nostalgia de aquellos días de fiesta…, cuando todo merodeaba por delante y el futuro aún estaba en su sitio”. No sé en qué momento tomé conciencia de que el futuro no estaba en su sitio, de que la línea ascendente en mi gráfico vital era falsa, de que en su lugar aparecía otra en zig zag con una ligera progresión de la que me resisto a renegar por ahora.

Creo que nuestro mundo adolece terriblemente de hybris, aquel concepto helénico que podemos traducir como desmesura por el que los dioses castigaban a los hombres que sobrepasaban el límite de lo humano. Hemos sido arrogantes y prepotentes al pensar que éramos dueños de nuestro destino, pero episodios tan terribles como la pandemia, la erupción del volcán de La Palma y la delicada situación internacional que padecemos, vuelven a ponernos en nuestro sitio, que no es otro que la incertidumbre. No controlamos nada. Adaptando el principio de Heisenberg, en la vida como en la mecánica cuántica, nada es previsible y de nada podemos estar seguros.

Y, sin embargo, el único anhelo que puedo reconocer como profundamente humano en los que me rodean es el de la paz. Si las madres se agarraran a su hijos, se acabarían las guerras, decía el abuelo de una amiga. Si la gente sin poder tuviera algo que decir al mundo, estoy convencida de que solo pediría paz.