sábado, 26 de diciembre de 2020

Solo flotar

 

No podemos solo existir. Nuestra especie mastica lo que vive, hacemos balance al final del día, del trimestre, de las vacaciones… Lo hacen periódicos, televisiones y  redes sociales a fin de año. Será monótono el de este extraño 2020. La pandemia y sus consecuencias lo han ocupado todo. Hemos vivido altibajos emocionales con la puerta de casa cerrada, retirados a una hibernada larga, confiados en que pase el chaparrón cuanto antes. Ha descendido nuestro nivel de estímulos, hemos aparcado los planes, reducido el contacto social y físico. No nos tocamos. El esfuerzo colectivo por no caer en la desesperación ha hecho que intentemos mantener los sentimientos a raya. Habrá más ferias, no pasa nada, más semanas santas, más veranos, más cumpleaños, más viajes, más cenas con amigos, más encuentros familiares...  pero subyacente, un miedo. ¿Y si era el último? Porque para muchos la partida ha acabado, no habrá nueva oportunidad, están fuera. Otros han perdido tanto, que no saben a dónde mirar o agarrarse. Han cerrado negocios, se han clausurado sueños. ¿Quién los rescatará? 

La banda sonora de esta montaña rusa emocional ha sido monótona, una bronca política constante de acusaciones repetida en bucle, hasta la saciedad. Mientras tanto, hemos ido reanudando lo que se ha podido. La clase política ha ido a lo suyo sí, pero las empresas se han adaptado, los negocios han intentado surfear las medidas creativas de las comunidades, las direcciones de colegios e institutos abrieron sus puertas, multiplicaron las medidas de prevención, han trabajado, y mucho. Profesorado y alumnado se adaptaron, molestos, pero con ganas, hasta acortar la distancia física y conseguir comunicarse a base de imaginación y humanidad. Nunca los ojos sonrieron o frenaron tanto. Y, sin embargo, nunca ha anochecido tan pronto como en este otoño de tardes cerradas. Nunca nada nos volvió tan europeos, al menos en los horarios en los horarios. Nunca hemos estado más solos.

Esta vez el único balance posible es personal, no colectivo. Claro que hemos aprendido algo, ojalá podamos darle forma, como al barro, e insuflarle un hálito de esperanza para convertirlo en un futuro más limpio, más justo, más humano.

sábado, 12 de diciembre de 2020

Lotería

En los tiempos que corren la autocomplacencia, la vanidad y la desconfianza se han hecho fuertes. Cuanto más ignorante es una persona, más desprecia lo que no conoce, menos necesita contrastar la información, más dispuesta está a dejarse llevar por bulos y habladurías. El ignorante se cree inmune y ha decidido que lo del bichito, con él, no va. Por eso se pasea con la mascarilla por debajo de la nariz y se para a charlar con sus conocidos sacando pecho. No es cuestión de valentía, lo que pasa es lo bastante audaz como para no llevarla y tener que enfrentarse a la policía. El miedo a una multa es lo único que le frena, así que usa la mascarilla como quitamultas. La lucirá sobre la barbilla, lista para ser subida cuando la situación lo requiera, como los vendedores del top manta que tiran de sus cordeles y recogen su mercancía en las calles comerciales de las ciudades cuando les avisan del peligro. No sé si lo siguen haciendo, hace tiempo que no salgo de El Puerto. Entendí que estaba prohibido, que entre todos frenaríamos el virus si nos quedábamos en casa. Yo lo he hecho y sé que mucha gente también, pero no he dejado de escuchar todo tipo de triquiñuelas para saltarse el cierre perimetral. Como siempre, los que respetamos la norma somos unos crédulos, ilusos, confiados…

Dicen que este puente era un test para comprobar si se pueden reducir las limitaciones y así “salvar la Navidad”, que se verá en 15 días. No sé si ha influido la coincidencia de los días festivos con las noticias que hablaban de menor incidencia de contagios, si  los datos ligeramente mejores han disminuido la sensación de riesgo, pero lo cierto es que hemos visto imágenes que mostraban saturaciones en el centro de las ciudades, en los lugares de ocio… Colas de horas para entrar en centros comerciales, precisamente en los más grandes, los que no necesitan de nuestro heroísmo para salvarse.

 Ojalá me equivoque, pero me parece que, por mucho que unos cuantos sacrifiquemos el encuentro con familiares y amigos para protegerlos y protegernos, no vamos a salvar nada. En enero, la cuesta será más dura que nunca cuando nos arrepintamos de haberlo jugado todo a la lotería de la salud.

sábado, 14 de noviembre de 2020

Gotas de aceite

 

“¿Cómo voy a estar equivocado si los que me rodean piensan igual que yo?”. Esto dice el único bocadillo de la viñeta de J.P. Compaired en la que gráficamente aparece un circulito negro rodeado de muchos otros semejantes. Solo al ampliar la mirada se ve al grupo envuelto por multitud de figuras cuadradas y rectangulares. Con cuánto acierto se puede reflejar una de las ideas que más me inquietan últimamente: todos nos creemos en posesión de la verdad y, cuando entramos en las redes sociales y grupos de Whatsapp, lo que encontramos refuerza esta convicción. Hace poco, en uno de estos grupos, alguien cercano compartía un artículo de opinión recomendando su lectura como interesante y edificante. Lo leí por ser una recomendación específica de un amigo, no un reenvío masivo de los que ya suelo pasar bastante. Me quedé atónita. No podía creer hasta qué punto estábamos en burbujas diferentes. Para mí el texto era sesgado, manipulador, detestable, falso, políticamente en las antípodas de lo que opino. Sin embargo, quien lo mandó me quiere, me consta. No lo hizo por molestar ni por entablar polémica, realmente daba por hecho que solo se puede estar de acuerdo con el escrito,  que todas aquellas afirmaciones son indiscutibles y ciertas. ¿Por qué? Porque su entorno escucha las mismas emisoras de radio, lee los mismos periódicos y comparte los mismos grupos en redes. Se ha construido una burbuja a su manera. Probablemente como yo, no lo niego. La diferencia está en que me encuentro entre ese grupo de personas, creo que bastante minoritario, que no reenvía casi nada porque no da por hecho que todos pensamos igual.

La realidad es plural y diversa, y debe ser así. Nada es bueno o malo, no se trata de conmigo o contra mí. Existen los grises, los matices, las contradicciones. Es muy recomendable darse una vuelta de vez en cuando por otras plazoletas: cambiar de emisora de radio, leer otros periódicos, incluir  a gente diversa en nuestras redes sociales. Luchar, en definitiva, contra esta polarización absurda en la que cada uno, con su entorno, se acaba encerrando en una gota de aceite que jamás se abrirá a recibir nada del agua en la que permanece flotando.

sábado, 31 de octubre de 2020

Adaptación

 

Es mucho más difícil recogerse que expandirse. Esto no es una ley física, es una ley personal basada en la experiencia, por lo menos en la mía. Lo vi, por ejemplo, el otro día en el súper. Llevábamos una caja de botellines, de esas que ajustan con plástico duro por arriba y, al intentar levantarla para meterla en el carrito, se abrió por un lado y empezó a soltar botellines como si fuese agua rebosando de una cacerola hirviendo. La cajera, solícita, salió a ayudar, pero se rindió sin conseguir devolverlos a su orden. Pues así estamos todos, nos cuesta mucho meternos en la caja de nuevo. Fue más fácil acomodarnos a los días que se alargaban, a la luz del verano, a la relajación de la normativa de salidas, de movilidad… Ahora que vamos otra vez en dirección opuesta, con tardes cada vez más cortas, permisos cada vez más limitados y recorte general de movimientos, se nos hace muy cuesta arriba pensar en el encierro. ¡Y eso que no llegamos a expandirnos del todo! 

Yo, estos días en los que se presiente el desbordamiento, me intento agarrar a lo pequeño. Disfruto mucho de la luz intensa del otoño, de la enredadera que regala rojos antes de caerse seca, de una caña rápida mientras el cuerpo se conforta al sol, de los paseos por la playa… Y no me acostumbro, no quiero, pero intento, al menos, no obsesionarme con el tiempo que hace que no abrazo a los míos, con la incómoda sensación de que mis nuevos conocidos carezcan de medio rostro, con la distancia marcada que nos da seguridad, pero nos deja más solos… 

Y he llegado a otro conocimiento empírico: que el cerebro completa lo que la realidad no le da, es decir, que rellena huecos cuando falta información, pero que no siempre acierta. Yo he completado las medias caras de mis nuevos alumnos de primero y he comprobado después, cuando los he visto levantarse el embozo para desayunar o beber agua, que no eran quienes yo creía, que había acercado sus caras a las de rostros que conocía de antes. Y he aprendido a adivinar sonrisas detrás de las máscaras, a leer temores por el brillo de los ojos, a desterrar la impaciencia, a reconocer que nos engañamos sí, pero que gracias a eso salimos adelante. 

sábado, 17 de octubre de 2020

Huellas



Que tenemos ganas de alargar la sensación de vacaciones y verano es un hecho. Que el miedo al coronavirus lo mantenemos a raya para conseguir esa misma sensación de verano, parece que también. 

El lunes pasado se leía este titular en el Diario de Cádiz: 'Overbooking' en la Sierra: colas en los bares y colapso en la ruta del Majaceite. No fue el único lugar, quienes pasaron por nuestro centro histórico pudieron comprobar las aglomeraciones, e incluso colas, en las calles Misericordia y Luna como en los mejores momentos de julio y agosto. A mí, que me encanta la calle, pero no los apelotonamientos, me ha apetecido optar por encuentros puntuales con amigos y salidas al aire libre a pie o en bici. Ha sido un lujo, no tengo otra manera de decirlo. Kilómetros y kilómetros de carriles y entornos naturales sin salir apenas del perímetro de El Puerto. En concreto el paseo por el parque Guadalete lo hicimos prácticamente en solitario, sin divisar más que intermitentes grupos de bicicletas. El entorno verde y la vista del agua invitaban al relax y la comunión con la naturaleza. Por eso nos sorprendió tanto que, al asomarnos al mirador y disfrutar de las vistas espectaculares sobre el río y las Salinas, no viéramos otra huella humana que la ya habitual, merenderos vacíos con los (parece que inevitables) atributos del dominguero: botellas de plástico y bolsas abandonadas en las mesas. 

Me resulta inconcebible que alguien que busca un paraje natural para su ocio no tenga al menos la empatía suficiente con quienes puedan venir después para dejar el lugar tan limpio como se lo encontró. El mirador, por cierto, está equipado con cubos de basura de colores para facilitar el reciclado. Aún con esto, tengo que decir que mucho peor resultó el rastro humano sobre carriles de interior: sillones, sofás desvencijados, lavadoras inservibles, restos de puertas… enseres todos abandonados sobre caminos y cunetas. En este caso, no parece obra de quien busca la naturaleza, sino de quien ve natural dejar su basura delante de la casa de otro. 

Sea como sea, es una muestra más de la falta de civismo y respeto por los espacios comunes. Como otras muchas cosas, se arreglaría con más educación

martes, 13 de octubre de 2020

Silencio

 

Los anhelos y deseos, a veces, deberían quedarse en eso, meras esperanzas a las que aspirar, quimeras para seguir soñando. Sin embargo, la realidad se las arregla para retorcerse y, en uno de sus pliegues, dejarnos delante de alguno de esos deseos cumplidos. El resultado, con el que no contábamos, es el desagrado. Me ha pasado, por ejemplo, con escritores o cantantes que admiraba de una forma platónica y excesiva cuando era joven. Por una de esas cabriolas de la vida he tenido la suerte de conocerlos y, por supuesto, me han decepcionado por el único pecado de ser demasiado reales. Había una canción, “Rueda de bailarina”, que cantaba Ana Belén con letra de Chico Buarte y Edu Lobo que me encantaba. Hablaba de todo lo que en la imagen de una bailarina clásica no se ve: “Ni las uñas sucias/ ni diente con comida/ ni rastro de una herida/ no se ve...”

Estas últimas semanas me ha vuelto a pasar. Soñaba con un instituto de pasillos despejados, sin empujones, sin gritos ni temor a que el juego adolescente nos acabara empotrando contra el pomo de una puerta o el extintor de incendios. Y se ha hecho realidad. Mira por donde esta vuelta al cole con protocolos para la “nueva normalidad”, nos ha dejado ante un sinfín de normas de circulación, limpieza, horarios adaptados, obligatoriedad de mascarillas… que ha despejado y silenciado pasillos y aulas. ¿Y ahora qué? Que no contábamos con que el alumnado, parapetado detrás de una mascarilla, sentado de uno en uno y conviviendo solo con la mitad de su clase (y esto durante días o semanas alternos en muchos casos) se encontraría también sin ganas de participar. El silencio lo ha ocupado todo, la distancia social ha hecho, al menos de momento, que las aulas se calmen y silencien de una manera antinatural.

Sé que encontrarán el modo, que se acostumbrarán, como nos acostumbramos a casi todo, a esta diferente manera de relacionarse que se nos impone por necesidad, pero por ahora echamos de menos la cercanía, el barullo, la intensidad adolescente de rostros completos que sonríen y se enfadan a boca descubierta. Y, por otra parte, qué triste tener que acostumbrarse a esto ¿no?

sábado, 5 de septiembre de 2020

Amigos y libros

 

Con agosto se cierra también la barra libre de lectura o más bien la posibilidad de leer sin prisa, sin remordimiento de hurtar las horas a una actividad más “útil”. Me apetece empezar septiembre con una revisión de los libros del verano, pero especialmente, de los prestados. Uno de ellos los encierra a todos. Se trata de “El infinito en un junco”, de Irene Vallejo, que me llegó de la mano de mi amigo Carlos Sánchez. Tiene subtítulo: “La invención de los libros en el mundo antiguo”, pero no se ciñe a él, sino que lo usa como punto de partida para hablar de la palabra, oral y escrita, y de nuestra relación física y emocional con y a través de los libros. Precisamente sobre los préstamos hace una reflexión en la que me reconozco: “entregar y recomendar una lectura elegida es un poderoso gesto de acercamiento, de comunicación, de intimidad”. Yo añadiría de responsabilidad porque prestar o recomendar un libro amado es arriesgarlo a un juicio, exponerlo sin protección a miradas ajenas, al extravío incluso. Y recibirlo es un acto así mismo de intimidad compartida. Se rastrean las ideas del otro, nos sentimos aludidos o intrigados por las líneas subrayadas, por las notas al margen. Subrayado estaba “Variaciones y reincidencias” del poeta Javier Salvago, prestado y recomendado por mi amigo Pepe Mendoza. En él encontré que  “Como nubes de agosto, todo pasa. /La vida nos demuestra/ que se puede vivir sin casi todo”. Sus “Divagaciones sobre la madurez” son un acierto lúcido, así como su Ars moriendi: “Escribo para llegar/ serenamente al silencio, /que es el morir. /Para aprender a callar/en paz conmigo, sin miedo…/ Libre, al fin.”

Gracias a mi amiga Marita Merino descubrí al marroquí M. Chukri en su novela autobiográfica “El pan desnudo”, brutal y asombrosa, y me sorprendí con “Jean Genet en Tánger”. Pero Marita, como autora en este caso, me regaló el libro más especial en una íntima presentación a la sombra de un olivo amigo: “Hambre que espera hartura, no es hambre ninguna”. Una delicia que rescata recetas familiares y las ofrece a sus seres queridos aliñadas con exquisitas anécdotas y referencias.

Verano, amigos y libros. Toma nota, septiembre.

sábado, 22 de agosto de 2020

No solo de pan...!

 Para los consumidores de cultura, los meses de estado de alarma más el tiempo transcurrido hasta que entidades, promotores y público se acomodaron (más o menos) a la “nueva normalidad”, resultó un páramo extraño. Sin teatro, conciertos, exposiciones, presentaciones de libros… la normalidad no estaba completa. Nuestro paisano J. Ruibal se ha referido a estos días como un “vacío largo” en el que me he sumido yo también.

Durante este verano se ha hecho un esfuerzo importante para que la cultura vuelva a respirar un poco, para que la gente que acude a estos actos se sienta segura, al tiempo que tantos artistas que se ahogaban han podido ganar la línea de flotación. Los sacrificios han sido considerables puesto que, entre otras medidas, el aforo se ha vuelto muy restringido. Pero se consiguió un poco de luz y así, yo, por ejemplo, he conseguido asistir este verano a una interesantísima conferencia de Luis García Montero sobre Alberti en la Fundación, a un agradabilísimo concierto de Antílopez en el Soko, a una estupenda exposición de María F. Lizaso en el Blanco y Negro y a varios conciertos flamencos en unas noches mágicas al aire libre arrobada por la guitarra y la simpatía de Santiago Moreno. En todos ellos se han seguido escrupulosamente las medidas de seguridad recomendadas, sin acumulaciones ni quejas, más allá de la lógica incomodidad de las mascarillas.

Pero avanza el verano y, con él, la sensación de que la pandemia vuelve a ganar terreno y a estrechar el círculo que nos ahoga. Quiero pensar que la necesidad de sentir las vacaciones, las ganas de disfrutar del sol, los amigos, la familia y el aire libre fueron las culpables de la relajación en las medidas, pero que en septiembre todos nos empeñaremos en evitar la vuelta al encierro. Lo que pasa es que veo cómo también las medidas de contención se hacen más duras y temo que estos deslices veraniegos acaben con una cultura muy tocada, con un colectivo que ha hecho sus deberes para ofrecer espacios seguros.

Así que cruzo los dedos en la confianza de que entendamos que la cultura no es superflua, sino la materia que nos alimenta el espíritu y de la que intenta vivir un número considerable de familias.

sábado, 8 de agosto de 2020

Cuando nadie nos ve

Cuando nadie nos ve, no solo lloramos por “aquellas pequeñas cosas” que cantaba Serrat. Cuando nadie nos ve queremos creer que las reglas de conducta no tienen validez y se puede hacer libremente lo que nos venga en gana. Supongo que somos más nosotros mismos que nunca. Sin público, no hay actuación. Es eso o mala educación. Pero yo vivo en lo que antes se llamaba “un barrio bien”, lo que según la RAE vendría a ser “de posición social y económica elevada”, así que no puede ser falta de educación, que por estos lares se la supone de serie. El caso es que salgo a dar una vuelta con el perro y no veo que se sigan precisamente las “reglas de cortesía y urbanidad” (¿urbanidad? Hasta la palabra suena pasada de moda).

Parece que cuando nadie nos ve, no hay que recoger las cacas del perro. Es por eso que se acumulan en las aceras y zonas ajardinadas y convierten el paseo en un circuito inmundo. Gana la carrera quien consiga volver a casa con su mascota a salvo los dos de haber pisado los excrementos meticulosamente dispersos. 

Cuando nadie nos ve, sacamos la basura a la hora que nos viene bien, no a la que marca el Ayuntamiento, lo que contribuye inevitablemente a que en los días de calor el aire cercano a los contenedores se sienta espeso aún a través de la mascarilla, y no nos molestamos en seleccionar los residuos. 

Cuando nadie nos ve, dejamos junto a los cubos de basura lo que nos sobra en casa: cajas, ropa vieja, sillas rotas, broza del jardín… Por mucho que todos conozcamos que existe un punto limpio al que llevar las cosas y un servicio gratuito de recogida de trastos. 

O puede que no sea la falta de educación, sino el exceso de prepotencia la que explique la facilidad con la que los propios residentes se saltan con demasiada frecuencia las señales de stop, pasean tranquilamente con su perro sobre el carril bici o se paran con el coche en mitad de la calle para hablar con un conocido. 

Cada verano sale en las redes una campaña para reclamar que se permita llevar a los perros a las playas. Viendo el estado en que queda la zona de paseo frente a mi casa, me parece que a quien no deberían dar permiso por falta de civismo es a los dueños.

 

sábado, 25 de julio de 2020

Más incoherencias


Es curioso cómo enfocamos el asunto de nuestra privacidad, la defendemos o regalamos según nos pille el aire. Una vez más, contradicciones. En España, por ejemplo, cubrimos las ventanas con persianas y cortinas, cerramos los jardines con tapias y andamos a vueltas con la protección de datos. De hecho, este fue uno de los problemas que hubo que sortear en el último trimestre escolar, cuando la enseñanza se hizo telemática y se planteó el uso de utilizar plataformas privadas para la comunicación con el alumnado. Sin embargo, no parece que nos escandalicemos por haber dejado que las multinacionales lo sepan todo de nosotros. El lunes pasado, sin ir más lejos, escuchaba en la radio al profesor Toscani, experto en Big data e Inteligencia artificial, cuando afirmaba que a partir de 68 likes en Facebook, ya se puede saber de cada persona su raza y orientaciones políticas, por ejemplo. La ciudadanía colabora voluntariamente en la recopilación de estos datos aunque no lo sepa (o sí, pero no lo considera preocupante). Damos likes, aceptamos cookies de rastreo, rellenamos formularios a cambio de usar “gratuitamente” una aplicación…
Si algún dato faltaba por entregar parece que se ha completado durante la pandemia, cuando se ha registrado cada interacción. Ya saben todo de nosotros como consumidores (y no solo, pero eso lo dejamos para otro día), ahora se gesta una nueva estrategia: la anticipación. Parece que el siguiente paso es tratar de adivinar qué nos apetecerá y enviarlo a casa. Amazon, compañía experta en “shop & ship” (compra y envío)  ya ha patentado el sistema “ship & shop”, es decir, envían productos a casa porque conocen los gustos del comprador y éste solo necesita confirmar que se lo queda. No quiero ser pesada, pero esta nueva estrategia multiplica la contaminación con los envíos individuales, aumenta el riesgo de desaparición del comercio local, redunda en empleo precario, insiste en recluir a la gente en su casa… Y, aún así, no tengo dudas de que tendrá éxito.
                Lo dicho, en casa con las cortinas echadas y las pantallas abiertas. ¡Qué poco seductor resulta el futuro que estamos diseñando!

sábado, 11 de julio de 2020

Responsabilidad


Queremos un verano al uso. Con noches largas, terrazas, paseos al sol o al fresquito, conciertos, viajes -aunque este año sean por territorio nacional, así ayudamos a levantar la economía-, salidas con amigos… Nos han dicho que la ciudadanía se ha comportado muy bien y todos nos hemos puesto la medalla. Nos merecemos ahora disfrutar del verano. Durante meses nos hemos repetido como un mantra el desgastado “quédate en casa” hasta llegar a creernos de verdad que lo hacíamos por un ejercicio de responsabilidad. Sacrificamos los encuentros con familia y amigos, el trabajo, el ocio... Y todo, aparentemente, para proteger a los más débiles. Así se consiguió frenar la expansión del virus y con ella, puesto que la ciudadanía había demostrado que sabía comportarse bien, empezaron a soltarnos el lazo hasta llegar al ansiado final del estado de alarma. 

¿Y ahora qué? Ahora estamos delante de un espejo y la imagen que refleja es muy nítida: desgastada la pátina de aparente responsabilidad, lo que ahora vemos en él no nos deja demasiado bien parados, nos muestra a todos como niños maleducados que, en cuanto los dejan sin vigilancia, la lían parda. No éramos responsables, sino obedientes. Respondíamos a una prohibición. Y además, somos ”acusicas”, porque la culpa siempre es del otro que no guarda la distancia de seguridad, que no se pone la mascarilla… Así que aniñados, egoístas e inconscientes. 

Hay un refrán muy español, “cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar”. Y estamos viendo cómo muchas barbas de nuestros vecinos están siendo de nuevo recortadas. No sé qué más necesitamos para reaccionar. Quizás un poco de sentido común y una pizca de generosidad sean suficientes. Las directrices generales, después de todo, son muy claras y muy sencillas: uso de mascarilla, lavado de manos y distancia social. Es decir, sal, disfruta del verano, pero sé prudente. O, en palabras del poeta Ángel González: “Evita que mañana te deshaga/ todo lo que tú mismo/ pudiste no haber hecho ayer”.

lunes, 29 de junio de 2020

Anomalías


A punto de empezar julio parece que hemos desembocado por fin en la cacareada “nueva normalidad”. Al menos a mí, no me gusta el término. Ni sé lo que es normal ni me queda claro cuánto de la anterior “normalidad” deberíamos retomar. Mientras hay quien todavía no sale de casa más que lo imprescindible, otros parecen haber pasado página. La incertidumbre se hace fuerte, no es posible hacer planes, las salidas con mascarilla a los centros de encuentro habituales dejan un regusto triste… Ayer sin ir más lejos fui al centro a apoyar a los propietarios de Dan & Dänek que se ven obligados a cerrar. Ellos, al menos, lo hacen temporalmente, pendientes de una vuelta renovada, pero cuando caminaba hacia la tienda, el panorama de la calle Larga era desolador: “Se vende”, “Se alquila” eran casi los únicos reclamos en los escaparates de los locales comerciales. Yo tengo la malsana costumbre de sufrir con demasiada empatía cada cierre. Siento incrustadas en mi ser las dificultades de los autónomos, de los pequeños y medianos empresarios que se ilusionan en cada proyecto arriesgando todo lo que tienen y más.
La situación no ayuda en estos momentos a levantar el centro, se teme la llegada del otoño-invierno cuando, con confinamiento o no, desaparezcan los turistas y el portuense se olvide otra vez de vivir su ciudad, dando la espalda a una forma de vida latina que nos identifica. Somos herederos del ágora griega y el foro romano, plazas que se abrían al encuentro de los ciudadanos. Esta forma de entender la vida ha hecho a nuestras ciudades y pueblos lugares confortables, atractivos, especiales. El centro histórico es lo que individualiza a cada pueblo y ciudad. No sé si estamos a tiempo de levantarlo, probablemente hacerlo desaparecer no sea una aspiración consciente. Me resulta difícil creer que alguien prefiera de verdad vivir al estilo nórdico o americano donde los encuentros son en el interior de las casas y el ocio se vive en los centros comerciales.
Yo no he “normalizado” del todo, lo reconozco, por ahora recupero familia y amigos, pero deseo que el cóctel de este verano combine pasión y prudencia, con una buena base de apoyo a la actividad económica local.

miércoles, 17 de junio de 2020

Tarde plana


Hoy escribo desde una tarde plana. Probablemente debería esperar un momento más sereno y juicioso, pero la tentación del desfogue puede más que yo. En una tarde plana no basta el consuelo de “no nos quejemos que no estamos mal”, en una tarde plana el sentido común se esconde y asoma una desidia que se prende en las incertidumbres del entorno. La fase 3 no me ha convencido lo suficiente como para salir de casa, hago como los ratoncitos temerosos: asomo el hocico un poco y me vuelvo a encerrar. Me agobian las noticias de playas llenas y terrazas que empiezan a estar rebosantes. El viento de estos días me frena también las salidas en bicicleta, puede que la falta de ejercicio esté detrás de este malhumor que me ahoga. O las sospechas de que el curso que viene no será del todo presencial. Me irrita como docente esta situación de ahora en la que los padres están cansados, los niños están cansados, los equipos directivos desbordados y los profes frustrados. Yo lo estoy. Lo confieso. Este intento de seguir explicando, corrigiendo y apoyando a distancia no me convence. No veo bien sus caras, no noto sus estados de ánimo, me falta la retroalimentación. La brecha social y digital se hace más presente que nunca ¿cómo dirigir una clase en la que a unos se les va la wifi y a otros las ganas? Hay quien pelea a solas sus tareas y quien las escribe al dictado de padres o profesores particulares. Otros se copian, sin más, respetando incluso las faltas de ortografía y los errores del compañero.
 No me quejo de las horas de trabajo, soy consciente de mi privilegio de sueldo fijo y vacaciones de verano, lo digo antes de que me lo recuerden, pero me duelen los reproches de las familias que sienten que están haciendo nuestro trabajo mientras nosotros sufrimos el agobio de fin de curso y cerramos memorias, corregimos, explicamos, tratamos de llegar un poco más lejos en este disparate, indecisos sobre cómo atraer a los que se aburren y pierden en el camino. Algunos ya no me contestan ni por Instagram. Y yo me encuentro sola y frustrada, incapaz de pensar en el curso que viene.
No sé cómo saldremos de esta, pero por ahora intuyo que más pobres, más solos, más irritados… 

sábado, 30 de mayo de 2020

Actúa


Desde que se decretó el estado de alarma, hace 75 días, han pasado muchas cosas. La peor de todas, las muertes por las que ahora guardamos luto nacional. Durante este período, nuestro estado emocional ha pasado por el asombro, la solidaridad, la ingenuidad de creer que saldríamos más fuertes y renovados, la irritabilidad, la búsqueda de culpables, el escepticismo, la impaciencia por la vuelta a la normalidad… Y aquí es donde me detengo, en esta “normalidad” a la que queremos volver.
Está claro que todos ansiamos abandonar el ostracismo social, ganar la calle de nuevo como latinos que somos, abrazar, dejar de tener miedo al otro. Pero si seguimos con los mismos vicios adquiridos antes del gran susto, volveremos a caer en situaciones semejantes. El programa de medio ambiente para la ONU advierte de que alrededor del 75% de las enfermedades infecciosas emergentes son transmitidas por los animales (ébola, gripe aviar, MERS, virus del Zika, el coronavirus que causa el COVID-19…) y todas están vinculadas a los cambios en el medio ambiente como resultado de actividades humanas que provocan alteraciones en el uso del suelo y el clima. La reducción de la biodiversidad las favorece, mientras que la integridad de los ecosistemas puede ayudar a regularlas. La diversidad de especies hace que sea más difícil que un patógeno se extienda, amplifique o domine.
  Estábamos advertidos y, sin embargo, ahora parece que miramos hacia otro lado. ¿No hemos aprendido nada? Esa vuelta a la normalidad no puede traducirse en retomar las emisiones de gases contaminantes y el consumo compulsivo e insostenible. La ONU dice: “No actuar ahora es fallarle a la humanidad. Protegernos de futuras amenazas mundiales requiere un manejo sólido de los desechos médicos y químicos peligrosos; administración sólida y global de la naturaleza y la biodiversidad; y un claro compromiso de "reconstruir mejor", crear empleos verdes y facilitar la transición a economías neutras en carbono. La humanidad depende de la acción ahora para un futuro resistente y sostenible”. Cada gesto cuenta, vamos a cambiar de hábitos: muévete en bici, reutiliza, respeta la naturaleza, apoya el comercio de barrio…

sábado, 16 de mayo de 2020

Cápsulas


Cápsulas
Habíamos vagueado durante toda la mañana por Fuencarral, Chueca… Hacía una mañana preciosa de febrero, de las que alejan las preocupaciones e invitan solo a vivir. Entrábamos en las tiendas por gusto, mirábamos caprichos que no pensábamos comprar. En el fondo hacíamos tiempo hasta la hora de la cerveza. Disfrutábamos del ocio, de las calles ambientadas sin llegar al abarrotamiento, de la charla que nos entretenía… Nos gusta hablar cuando paseamos, los temas, aun los más trascendentes, se hacen livianos, se abordan con la facilidad de no tener que mirarse a los ojos.
Nos sentamos pronto en una terraza de la Plaza del Dos de Mayo, en Malasaña, en la única mesa que quedaba libre a pesar de lo temprano de la hora. No lo buscamos, fueron nuestros pasos los que nos llevaron allí, a ese terraceo más de disfrutones que de turistas. Se estaba genial con las cañitas al sol. Cuando fuimos conscientes de ella, llevábamos un rato escuchando de fondo una música elegida con gusto exquisito que iba del adagio de Albinoni a lo más contemporáneo. El estilo cambiaba, pero acertaba siempre, tanto que nos acabamos preguntando en voz alta de dónde venía.  No había secreto, la mesa de al lado la ocupaban dos chicas y un chico con un altavoz portátil. Su aspecto era desenfadado, informal, estoy segura de que algunos los habrían tildado de perrosflauta. Seguimos charlando hasta que nos pareció que la voz sonaba en directo. La causante, una niña de unos 10 años de pie con el altavoz de los chicos en la mano cantando por Amy Winehouse con una fuerza y un disfrute inimaginable. Aquello duró un rato. Era la hija de una pareja que estaba dos mesas más allá. El encuentro lo había propiciado la música.
Fue un chispazo, uno de esos momentos que encapsularías para saborearlo más tarde. Duró hasta que la niña se cansó de cantar para todos canciones en inglés, completas, perfectas, armoniosas, desgarradoras. Cuando me volví a buscarla, corría en patines entre otras niñas más pequeñas. Se acercó a la mesa de sus padres y les dijo: “Tengo amigas”. Antes de que saliera a correr de nuevo, en su camiseta metida por dentro de una faldita vaquera que se le daba la vuelta, se leía “La vie est belle”.

sábado, 2 de mayo de 2020

Burbujas


Uno de los problemas de no salir de casa durante mes y medio es la falta de vivencias, al menos de las colectivas, porque de las personales y familiares ha habido muchas. Pienso en escribir y me asalta la duda: de qué hablar si no he vivido nada nuevo. Pero de esa misma duda surge otra, porque ¿no es vivir dedicarse por entero al trabajo a distancia y a llenar el tiempo con quehaceres varios, diseñados al capricho? A lo mejor este preguntarme varias veces al día qué me apetece hacer y hacerlo,  y cómo agradar a los que viven conmigo  y mimarlos, es la vida de verdad, más allá de esa otra en la que los días se escapaban entre prisas y actividades. Ahora que se relaja un poco la prohibición tajante de salir, puede que haya desarrollado un nuevo síndrome que estaría entre el de Estocolmo y la agorafobia, y puede que se me mezclen las ganas de recuperar la “normalidad” con la nostalgia anticipada de esta diferente forma de vivir los días que no creo ni deseo que se vuelva a dar.
En estas reflexiones andaba cuando otra idea vino a rondarme, la de que al haber ocupado la pandemia todos los espacios de noticia y todas las conversaciones,  ha llegado a parecer que todo lo demás se borraba, como si nadie pudiera enfermar, sufrir, morir, por una causa diferente no relacionada con el coronavirus. Quizás en el subconsciente se ha instalado la falsa idea de “no me he contagiado, estoy a salvo”. En la burbuja protegida del hogar, la falta de contacto y el lavado de manos continuo ofrecen la absurda tentación de creer que el peligro se mantiene a raya. Pero seguimos siendo vulnerables dentro y fuera. Esta semana la noticia de la muerte de Michael Robinson, vencido finalmente por el cáncer, por ejemplo, ha sido un recordatorio de que vivimos esquivando peligros, de que las muertes violentas, absurdas, prematuras, previsibles… no dejan de existir. Nada es estable.
Y entre estas ideas voy y vengo, me construyo una realidad de claroscuros tan cambiante como esta primavera preciosa a la que me agarro fuerte a falta de certezas más firmes. Por lo pronto hoy parece que hará buen día. Disfrutemos de la novedad de un poco de ejercicio al sol mientras se pueda .

sábado, 18 de abril de 2020

Mantener la clama


El próximo jueves será el Día del libro y no faltarán las referencias a novelas que respalden la actualidad más allá de La peste de Camus. Yo la leí de adolescente. Quedé magnetizada y horrorizada a partes iguales, aunque entonces no supe ver que hablaba básicamente de las dos posturas frente a la adversidad: egoísmo y solidaridad. Iba a decir que a ese binomio le falta la indiferencia, pero en el fondo sé que es otra forma de egoísmo. Otros se acordarán de la magnífica obra de Saramago, Ensayo sobre la ceguera, donde se alertaba sobre «la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron». El Decamerón de Boccaccio ofrece el prisma de la oportunidad para hacer de un enclaustramiento otra cosa. El último hombre de M. Shelley adelanta un futurista fin del mundo arrasado por una plaga… Pero yo tengo que confesar que a ratos me he acordado más de Robinson Crusoe, no solo por sobrevivir aislados y hacer de esa isla un hogar, que también, sino por la eliminación de lo superfluo, la capacidad para reflexionar desde la calma, la satisfacción del trabajo manual. 


Tengo suerte, lo sé. Las circunstancias me permiten a pesar de todo pequeños placeres que sería pecado no apreciar: cervezas en familia; comidas sin protocolo, plato en mano sentados en el suelo; nísperos cogidos del árbol que compartimos con los gorriones... Pero sobretodo, este tiempo me permite disfrutar del viejo placer de hacerme las cosas yo misma a lo Robinson. Retapizar un sofá, construir una valla de maderas viejas, volver a puzles de 1000 piezas al son de buena música, hacer pan, coser zapatillas de estar en casa, un carrito de la compra… El trabajo manual me salva. Porque, como dice Defoe “La cima de la sabiduría humana es saber conformar el ánimo a las circunstancias y conseguir una calma interior en medio de las peores calamidades”, “no experimentamos las ventajas de un estado hasta que probamos los sinsabores de otros. No conocemos el valor de las cosas hasta que nos vemos privados de ellas”. Y mientras me distraigo con las reflexiones del náufrago y el trabajo manual, consigo mantenerme un rato más en calma y desterrar el miedo a que todo esto definitivamente nos arrase.

sábado, 4 de abril de 2020

Desengaños


“Hay veces que con la esperanza/ no me alcanza” escribía Gloria Fuertes. Y, sin embargo, trato ahora de alargarla hasta el punto en que cualquier elemento pierde su elasticidad. Porque me tiene que alcanzar, nos tiene que alcanzar. He establecido unas rutinas básicas para conseguirlo y sobrellevar bien esta suspensión de casi todo y la primera ha sido la dosificación de información (veo las noticias desayunando, escucho un rato la radio y me conecto para ver la evolución de la pandemia a media mañana), he puesto límites muy estrechos a las redes sociales (no abro casi ningún vídeo, apenas leo explicaciones creativas sobre qué ha pasado, qué se pudo haber hecho, qué pasará), pongo en entredicho casi todo y he establecido barreras muy férreas frente al miedo.
Como todos, he sufrido una evolución. Ahora sé que pasar este encierro, teniendo en casa a mi familia más directa, es fácil. No hay tiempo para el tedio, siempre surge algo que hacer. Atender clases on line, cocinar, ordenar, hacer ejercicio, leer, coser, acabar manualidades olvidadas, charlar… Pero cometí un error: cuando reflexionaba al principio sobre la ralentización del país y sus graves consecuencias, no caí en que las redes sociales no cierran, no supe prever que la falta de solidaridad, el miedo, el oportunismo, el catastrofismo, la insensatez, la estupidez en sus diferentes manifestaciones encontrarían la rendija por la que filtrarse. Este ha sido mi triste descubrimiento, que frente a la solidaridad y creatividad de los primeros días, frente al reencuentro personal y la reflexión, la oportunidad ante un tiempo extra, se ha revelado esta otra forma de ocuparlo también creativa aunque mucho más perniciosa, que abarca desde la picaresca típicamente latina (fraudes, engaños, maneras de burlar la ley…) a la pasividad morbosa de no hacer otra cosa que asomarse a las redes sociales para perder el tiempo o malmeter. Y todo esto me ha hecho replegarme. Trato de no pensar, de quedarme en un plano suspendido desde el que intento seguir flotando. No me permito ser más feliz porque empatizo con los que sufren. No me dejo caer en la desesperanza porque temo perder del todo la escalera de subida.

sábado, 21 de marzo de 2020

Esperanza


Es muy difícil escribir una columna estos días cuando el mundo anda en suspenso más allá del monotema que nos ocupa y preocupa al mismo tiempo. Me parece que, en solo una semana de encierro, ya se ha dicho todo, nos hemos reído de todo, hemos probado todos los enfoques posibles. Poco más puedo aportar, más allá de compartir esta extraña situación que, sin embargo, cambia cada día.
Durante el fin de semana llegué a pensar que, si conseguíamos mantenernos a salvo, quizás era una oportunidad este tiempo detenido, en familia, devanando poco a poco, sin prisa, la madeja de cosas por hacer. Cierto que me siento una privilegiada, consciente de que no todo el mundo tiene un trocito de jardín al que asomarse ni una familia en paz y concordia con la que disfrutar el día a día, pero aún con todo eso, hay que poder equilibrar la entrada de noticias y, con ellas el miedo, con la calma y el retiro doméstico. Si no estuviéramos en los tiempos de internet sería otra cosa, pero ahora el aislamiento no lo es nunca del todo y, si bien no salimos a la calle, el mundo se cuela en nuestras casas hasta el punto de tener que ponerle freno antes de que las invada por completo.
Con el lunes llegó la necesidad de trabajar desde el hogar. Desde entonces estoy tratando de controlar el horario, ponerle coto para que organizar, enviar, corregir, motivar, contestar correos y dudas no se convierta en una tarea permanente. ¡Qué tiempos más raros! Ver la vida desde la ventana, la real y la virtual de las pantallas; pasar de explicar el encierro de los protagonistas del Decameron o La peste a protagonizar una de esas cuarentenas de las que hablará la historia…
Pero qué difícil la lucha contra un enemigo que no se ve, cuánto destrozo humano, económico, social, cuánto miedo también al leer y escuchar comentarios oportunistas, sesgados… en contraste con las muestras de solidaridad, entrega y valor de quienes nos cuidan.
Y en este silencio de motores y gentes en el que mandan ahora los sonidos de la primavera, el sueño de que el ser humano, por fin, aprenda de sus errores y construya después de la catástrofe un mundo más justo, más igual, más limpio, más sostenible… Mientras tanto, ¡cuídense!

sábado, 7 de marzo de 2020

Detrás de la cortina vírica


Qué pereza a veces cuando los medios de comunicación y las redes sociales entran en bucle y no se atisba el modo de escapar. Estos días todo es coronavirus. Coronavirus en la radio, las noticias de la tele, la prensa… coronavirus en los whatsapp, en los chistes en cualquier formato y plataforma. Coronavirus hasta en la sopa. En teoría, los mensajes tratan de ser tranquilizadores, pero las imágenes presentan ciudades sin ciudadanos, partidos a puerta cerrada, mascarillas, camas de hospital… Mientras, ha pasado el carnaval, los desplazamientos para aprovechar el puente... No pasa nada, todo normal. Pero se filtra un sentir apocalíptico, de fin de mundo que nos engulle, de cifras de afectados que se agrandan, de planes que se anulan, de economía que se contagia y amenaza con nuevas crisis. La pelota se hace cada vez más grande, la vomitan todas las pantallas, todas las voces, que se funden en un solo grito de pánico, el miedo se hace libre, vamos a morir todos…
Y, sin embargo, al mismo tiempo la primavera se adelanta con fuerza y los días rompen mucho más cálidos de lo esperado. Ya están aquí las alergias, las nubes de mosquitos, la procesionaria. No ha hecho frío, no lo bastante como para echar de menos estos días radiantes. No apetece disfrutarlos, hay cierto sentido de culpa, de preocupación. No es normal tanto calor para esta época. Pero también, ¡qué delicia las tardes que se alargan, la fuerza del sol tibiando el ambiente, los paseos de tardes sin chaquetas! Algo no cuadra, pienso, mientras inconscientemente me voy haciendo al rito de lavarme las manos cada vez con mayor frecuencia. ¿Qué se llevará esta vez el virus? Además de las víctimas directas, la esperanza en que un mundo tan globalizado sea un buen destino; la fe en el sentido común del ser humano; la caridad para con otras víctimas que no están de moda. Descorro la cortina del coronavirus y quedan detrás, apelotonándose, los demás temas: el cambio climático, la crisis de los migrantes, la educación pública, la igualdad, el paro juvenil, la burbuja del alquiler, los empleos basura, la dignidad del campo… Voy a parar, me falta espacio para tanto ahogo.

sábado, 22 de febrero de 2020

Estampas rurales



“Borregos” llamé a mi última columna y borregos es lo que he estado viendo el fin de semana pasado. Borregos, cabras, vacas, cerdos y gallinas disfrutando impasibles en una naturaleza bucólica y espléndida. Y esto ha sido así porque he pasado unos días en la sierra con unos amigos, en concreto, en Villaluenga del Rosario. El tiempo, más que primaveral, daba miedo. Imposible no hablar del cambio climático, pero imposible también quedarse en el miedo cuando este acogedor sol de invierno invita a pasear y adentrarse en las numerosas rutas naturales de estos privilegiados parajes. 


Supongo que los pocos habitantes de estos pueblos se sonreirán (o no) cuando nos oigan a los domingueros hablar de las bondades perdidas en estas tierras de interior, pero lo cierto es que conforta reencontrarse con un modo de vida tan auténtico. El coche se aparca el viernes y ya no hace falta cogerlo a no ser que se quiera ir a cenar a Benaocaz, otra población no mucho mayor que cuenta con varios restaurantes muy, muy interesantes: buen producto, buen servicio, cercanía… Y es que, inmersos en la Sierra, las rutas se cogen a pie, kilómetros y kilómetros de Parque Natural entre encinas, alcornoques y quejigos. Incluso el cementerio tiene su encanto hecho como está en el interior sin techo de una antigua iglesia quemada por las tropas napoleónicas y abierto a la sierra en una balconada de vistas imponentes.

 Una sorpresa: darnos cuenta de cuánto nos sorprendió escuchar el griterío feliz de niños pequeños que deambulaban solos por calles sin coches entre risas y carreras, mientras se invitaban unos a otros a ir a casa de su abuela, “que tiene palomitas”. Un desconcierto: ser saludados por un dron cuando saboreábamos la belleza pacífica de los Llanos de Líbar. El zumbido y descaro de tan impertinente aparato rompió la magia de un paisaje idílico.
Dejando de lado la extravagancia del dron, quiero retener estas estampas de color, generosas en verdes y amarillos durante el día,  abarrotadas de estrellas durante la noche, que todavía permiten gozar de lo que de verdad importa: caminar, respirar, comer, beber y charlar con los amigos. ¡Que dure!

sábado, 8 de febrero de 2020

Borregos

Si no viviéramos en un mundo tan desnaturalizado, pagaríamos por el valor de los productos y por el riesgo del trabajo que conllevan. Pero hace tiempo que cambiamos el estilo de vida y nos echamos en brazos de un modelo de comercio importado de otros países que ya influye demasiado en nuestra forma de vida. Ahora los agricultores no pueden más. En un mercado dependiente del poder de las grandes superficies, que ajustan precios y manipulan con ofertas-gancho de productos que venden por debajo del coste o, en la dirección contraria, hasta un 600% por encima de lo que se pagó en origen, el campo no puede más.
Pero en España hace buen tiempo y quedan todavía tiendas de barrio. No necesitamos ir en coche a un centro comercial donde comprar más de lo necesario para llenar la nevera sin cuestionarnos de dónde procede ni en qué condiciones se obtuvo. Cada cierto tiempo, los agricultores alzan su voz denunciando las condiciones abusivas impuestas por quienes dominan el mercado. Los precios estipulados son dañinos e insostenibles, apenas cubren gastos. Además de una negociación, se podría fomentar la venta más directa que permite precios más justos y el consumo de frutas y verduras frescas en lugar de las maduradas en cámaras de refrigeración.
Pero no nos movemos hacia un mundo más justo o más lógico. Se mira hacia otro lado cuando se cuelan las cifras de comida desperdiciada en casas y supermercados (los excedentes de producto fresco rondan el 59%, que acaba en la basura) o vuelven a aparecer las protestas de quienes prefieren no recoger la cosecha o regalarla, ya que es ínfimo el beneficio que obtienen de ella. Como consecuencia, el mundo rural sufre, los pueblos quedan abandonados y los urbanitas se acostumbran a consumir comida precocinada y plastificada.
Todo es una cadena y cada uno somos un eslabón. No movilizarse por considerar que la postura individual no influye es cobarde, una inconsciencia que nos convierte en culpables. Al final, comemos basura, desperdiciamos comida, arruinamos a nuestros productores y desnaturalizamos nuestro modo de vida. Y lo peor es que lo sabemos. Lo sabemos y lo consentimos. Nos aborregamos.

sábado, 25 de enero de 2020

Algoritmo


El mes de enero suele ser un mes extraño. La manida “cuesta de enero” asoma tras las vacaciones y obliga a retomar la dieta económica y emocional después del despilfarro de diciembre. Se suma a ella que últimamente los medios, a la búsqueda siempre de un anglicismo que entretenga el cotarro, han hecho suya una nueva etiqueta: el “Blue Monday”, al parecer el día más triste del año, que fue exactamente el lunes pasado. No lo viví como tal, pero tengo que confesar que, si no la semana más triste, sí me está pareciendo una de las más anodinas. Será que han vuelto las lluvias, que lo revuelven todo, o que por primera vez no tenía tema para esta columna, pero me he encontrado desconcertada. En este punto, necesitada de una idea sobre la que escribir, he recurrido a la prensa. Allí, he sorteado las referencias al carnaval, los vaivenes políticos, el tiempo y el pin parental y… me he visto sin nada. Luego he tratado de recordar qué temas de sociedad me habían impactado últimamente y me he dado de bruces con el algoritmo. Resulta que la Warner va a empezar a utilizar un sistema de inteligencia artificial para decidir qué proyectos apoyarán o descartarán. Se trata de un algoritmo capaz de predecir la recaudación en taquilla de una película antes de que se realice. Me ha sorprendido también la creación de los primeros robots vivos del mundo que, por cierto, se han hecho a partir de un algoritmo y reglas básicas de biofísica. Leo, además, que no hay nada que hacer para arreglar mi muro de Facebook, porque es un algoritmo el que selecciona las publicaciones y usuarios que aparecen en él. 

Nunca he creído demasiado en la libertad del ser humano, pero después de esta semana estoy empezando a pensar muy seriamente que la culpa de haber perdido la facultad de decidir la tienen los algoritmos. Qué quieren que les diga, no me resulta demasiado tranquilizador que estemos dejando tantos asuntos en sus manos porque podemos confiar en las matemáticas, pero me temo que no tanto en quien las maneja. 


sábado, 11 de enero de 2020

Auténtico



Una semana después de las fiestas navideñas, pasadas las celebraciones y los balances, sé, sabemos, que la mayor parte de lo vivido se desvanecerá como lo hacen los momentos repetidos y manoseados, especialmente aquellos a los que no se les pone un interés especial. Pero de igual manera ciertas instantáneas quedarán convertidas en recuerdos, momentos especiales que durante mucho tiempo se salvarán de la crueldad del olvido. Entre ellos, me quedo con los abrazos de la gente que quiero, las comidas y atardeceres al sol del invierno, la presencia cercana de los que ya no están, muchas risas, algunas lágrimas… momentos todos que ya atesoro porque tienen en común su autenticidad, lejos de las imposturas y los artificios de estos tiempos. Sumo a todo ello que he cocinado lento al calor de la leña en la chimenea de mi ya vacía casa familiar; que he comido en el único restaurante de la playa de La Carihuela que ha sobrevivido a la especulación, donde la misma señora que hace más de 20 años nos ofrecía unas conchas finas cogidas por su padre por la mañana, le ha regalado a mi hijo un plato de patatas a lo pobre para que no pase hambre en el avión de vuelta a Suecia; que he asistido a un exclusivo encuentro flamenco jerezano con un maestro de la guitarra y una virtuosa del cante donde la verdad y el saber hacer brillaban a años luz de las bullangueras zambombas; que no he regalado nada que no deseara para mí y que no haya comprado a conciencia en una tienda de barrio para apoyar el pequeño comercio; que no me han regalado nada que no haya sido comprado con amor...  ¿Hay mejor balance?
  Cierto, verdadero y consecuente son tres adjetivos que aparecen en la definición de la palabra auténtico, y así ha sido mi Navidad, he vivido en lo auténtico, algo difícil de encontrar en tiempos de artificio y sofisticación donde todo parece de plástico, falso y falsificado, corrompido. He empezado el año con buen pie, ojalá que el resto de los días decidan mantenerse a la altura.