Cápsulas
Habíamos vagueado durante toda la mañana por Fuencarral,
Chueca… Hacía una mañana preciosa de febrero, de las que alejan las
preocupaciones e invitan solo a vivir. Entrábamos en las tiendas por gusto,
mirábamos caprichos que no pensábamos comprar. En el fondo hacíamos tiempo
hasta la hora de la cerveza. Disfrutábamos del ocio, de las calles ambientadas
sin llegar al abarrotamiento, de la charla que nos entretenía… Nos gusta hablar
cuando paseamos, los temas, aun los más trascendentes, se hacen livianos, se
abordan con la facilidad de no tener que mirarse a los ojos.
Nos sentamos pronto en una terraza de la Plaza del Dos de
Mayo, en Malasaña, en la única mesa que quedaba libre a pesar de lo temprano de
la hora. No lo buscamos, fueron nuestros pasos los que nos llevaron allí, a ese
terraceo más de disfrutones que de turistas. Se estaba genial con las cañitas
al sol. Cuando fuimos conscientes de ella, llevábamos un rato escuchando de
fondo una música elegida con gusto exquisito que iba del adagio de Albinoni a
lo más contemporáneo. El estilo cambiaba, pero acertaba siempre, tanto que nos
acabamos preguntando en voz alta de dónde venía. No había secreto, la mesa de al lado la ocupaban
dos chicas y un chico con un altavoz portátil. Su aspecto era desenfadado,
informal, estoy segura de que algunos los habrían tildado de perrosflauta. Seguimos
charlando hasta que nos pareció que la voz sonaba en directo. La causante, una
niña de unos 10 años de pie con el altavoz de los chicos en la mano cantando
por Amy Winehouse con una fuerza y un disfrute inimaginable. Aquello duró un
rato. Era la hija de una pareja que estaba dos mesas más allá. El encuentro lo
había propiciado la música.
Fue un chispazo, uno de esos momentos que encapsularías para
saborearlo más tarde. Duró hasta que la niña se cansó de cantar para todos
canciones en inglés, completas, perfectas, armoniosas, desgarradoras. Cuando me
volví a buscarla, corría en patines entre otras niñas más pequeñas. Se acercó a
la mesa de sus padres y les dijo: “Tengo amigas”. Antes de que saliera a correr
de nuevo, en su camiseta metida por dentro de una faldita vaquera que se le
daba la vuelta, se leía “La vie est belle”.
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