viernes, 31 de mayo de 2019

Humanos



Este sábado se despierta caluroso y bullanguero aquí, en el recinto ferial de El Puerto de Santa María y en la romería de Martos, mi ciudad natal. Este fin de semana, casualidades del calendario, la mayor parte de la gente que conozco y quiero estará entregada a pasarlo bien.  Los componentes clave serán el vino, la música, el baile, los amigos y la comida. No sé si en este orden exacto. Son encuentros sociales que en su celebración subrayan las características que hacen que los humanos seamos tan diferentes del resto de los seres vivos. Una de ellas es precisamente el carácter social, la capacidad para interactuar. Los animales no celebran fiestas, no  se preocupan por lo que piensa el otro, no crean arte, no componen música más allá de ciertas especies con determinadas cualidades musicales y mucho menos son capaces de inventarles letras. Los animales no tienen capacidad para la metáfora.
E. Punset (vaya de paso mi modesto homenaje al  magnífico divulgador científico que fue) en una de sus entrevistas en Redes revisaba con M. Gazzaniga  la reciente certeza de que realmente los seres humanos somos especiales y únicos. Entre las diferencias más llamativas está la complejidad de nuestro lenguaje y la capacidad de abstracción que nos brinda el arte. Arte que, incluso cuando perdemos nuestro yo, no se pierde del todo. Los cuidadores de los que sufren la terrible enfermedad del olvido saben bien que una música concreta es capaz de sacar al enfermo de su ensimismamiento. El otro día, sin ir más lejos, en un encuentro de academias de flamenco, una señora muy mayor con Alzheimer se le “escapó” a su familia de entre el público y se puso a bailar siguiendo el ritmo y disfrutando de la música.
Si esta no fuera una columna festiva, me pararía a reflexionar sobre por qué, entonces, nos cuesta tanto valorar las artes que nos hacen tan humanos. Por qué resulta tan difícil ganarse la vida con la música, la danza, la pintura o la escritura. Por qué no se les da un lugar primordial en los planes de estudio para que aprendamos a disfrutar con ellas.
Pero estamos de fiesta. Reafirmemos nuestra humanidad dejando que el color, la música, el baile, el vino y los amigos nos hagan pasar una magnífica feria y romería.


viernes, 17 de mayo de 2019

Abubilla en la ventana




Una abubilla ha entrado en el dormitorio. Al advertir mi presencia huye con rapidez, pero enseguida golpea insistentemente en la ventana del baño. Más tarde la oigo picotear con obstinación, diría que casi con rabia, en el otro dormitorio. Por último, prueba en la ventana del estudio. El Levante azota con fuerza. Con mucha fuerza. La abubilla se coloca entre las rejas de la ventana para sujetarse y no tener que irse de allí. ¿Habrá anidado en algún rincón dentro de casa y quiere recuperar su espacio? ¿Tendrá miedo de los enormes mirlos negros que últimamente campan a sus anchas, con desvergüenza, por el jardín?



La búsqueda de información en internet no ayuda mucho. Predominan las inquietantes páginas que pretenden interpretar los signos de modo esotérico. No, no quiero seguir por ahí. El Levante tira al suelo los nísperos maduros. Este año los gorriones no vienen a comerse la fruta. Cuando me doy cuenta de su ausencia, recuerdo haber leído en algún sitio que el número de gorriones, asiduos a los asentamientos humanos desde hace 10.000 años, se está reduciendo de modo alarmante. Busco el dato: 30 millones menos de gorriones en 10 años. Se ve que la contaminación y la ausencia de comida y lugares para anidar están minando su supervivencia.

  Sin embargo, como si se tratara de compensar su ausencia, las hormigas parecen haber decidido colonizarnos y están ganando terreno. Su trabajo menudo, pero persistente, acumula por doquier montoncitos de arena que sacan a fuerza de horadar las rendijas de las baldosas, las junturas del escalón de entrada… Imagino los cimientos de la casa invadidos por miríadas de hormigas empeñadas en socavar silenciosamente nuestras entrañas, en debilitar nuestras bases hasta hacer que la casa se derrumbe sobre nosotros. No me gusta pensar en aniquilarlas, pero se diría que nos han declarado la guerra. No sé si la abubilla también. Entonces leo que un explorador submarino ha bajado por primera vez a profundidades marinas abisales de casi 11 km y se ha topado con una bolsa de plástico y envoltorios de caramelos. Allí, en el punto más profundo del planeta. Y pienso si  mi abubilla no me estará advirtiendo de algo

sábado, 4 de mayo de 2019

La emoción de aprender


Siempre he creído que para aprender algo es necesario sentir interés, desearlo de verdad. Su étimo latino no deja lugar a dudas, apprehendere significa “atrapar”, “apoderarse de” y está claro que cualquier cosa que queramos atrapar, hacer nuestra, necesita una verdadera carga de entusiasmo o a los pocos días no quedará ni rastro de lo que hemos tratado de conocer. Cuando de verdad se desea tocar un instrumento, dominar un segundo idioma, un deporte o el arte de cocinar, se consigue únicamente si se concitan dos realidades: interés y voluntad. Lo vemos a diario a nuestro alrededor, niños que van mal en los estudios, pero que no tienen pereza ni problemas de concentración cuando se trata de avanzar en un videojuego, mejorar en la práctica de su deporte favorito o aprender a tocar la guitarra. Últimamente, al acercarme a la neuroeducación, me encuentro con la agradable sorpresa de que defiende este mismo principio básico: solo se aprende aquello que se ama, si no hay emoción no hay aprendizaje. Lo otro es inútil, se pueden memorizar datos sufriendo durante horas, pero si no hay curiosidad y entusiasmo, lo supuestamente aprendido desaparece enseguida. Entonces, el reto está ahí, en encontrar el modo de despertar esa curiosidad necesaria para atrapar lo que deseamos. No es una tarea fácil, y sin embargo, todos conocemos a personas que parece que lo traen de serie, van de un asunto a otro haciéndose con un conocimiento inmenso sobre multitud de materias diversas por el mero hecho de disfrutar aprendiendo. El otro día, por ejemplo, me topé en el periódico con una señora japonesa de 90 años que está aprendiendo inglés para poder ser traductora en las olimpiadas de Tokio de 2020 y así ayudar a los turistas que vayan a los juegos, se llama Setsuko Takamizawa. Está claro que no la guía la necesidad ni la obligación y que muchos la tratarán de loca, dada su edad y el idioma del que parte, pero su nieta comentaba que está haciendo avances asombrosos. Este ejemplo es mi regalo de fin de curso a todos los estudiantes que se enfrentan a la difícil tarea de aprender lo que no les gusta. Acercaos con emoción, buscadle las vueltas y hacedlo vuestro. Funciona.