Los listos se cuelan, no ceden el
paso en la puerta ni los asientos en el autobús. Los listos se esconden
cosillas en los bolsillos para no pagarlas cuando van de compras. Los listos
que van en moto adelantan por la derecha y se saltan los pasos de cebra y, si
un señor mayor se lo recrimina, ellos se ofenden y le montan la bronca porque
la calle se ve que es suya. Los listos que van en coche provocan atascos porque
las señales de no bloquear el cruce o los semáforos en ámbar son para los
tontos, te echan de las rotondas porque llevan el coche o el camión más grande
y pitan a los ciclistas porque les parecen molestos. Los listos del super no
hacen cola, esperan acechando a que se abra otra caja y se cuelan rápidamente
los primeros. Los listos defraudan a Hacienda, no pagan la cuota de la AMPA ni
la comunidad y, si pueden, se escaquean cuando toca pagar unas cervezas a
escote o se piden la tapa más cara para aprovechar. Los listos no van a las
reuniones de trabajo, prefieren hacerse los despistados o ponen excusas
inverosímiles. Nunca se ofrecen para un cargo no remunerado en una comunidad de
vecinos o asociación, pero critican a los que se prestan porque para eso están ahí, porque les gusta figurar.
Los listos se pueden confundir con los maleducados, pero no son en realidad de
la misma tribu. Los maleducados carecen de modales, no se los han inculcado
nunca y desconocen lo que antes se llamaba “reglas de urbanidad”, pero los listos saben muy bien lo que “habría”
que hacer, solo que se saltan la norma porque
pueden, es decir, son unos abusones que se aprovechan de la educación y las
buenas maneras de los demás que, para ellos, son los tontos. Es un modo de vida
y, además, parece que muy nuestro, muy latino. Los grandes defraudadores y
corruptos del país son los listos a gran escala y hay tantos porque estamos
acostumbrados a esta forma de sacar provecho propio en todo. Aunque los pillen
a veces, en el fondo estos aprovechones de primera categoría son los héroes de
la mayoría de los españoles que saben que ellos, si pudieran, harían lo mismo. Así,
cediendo el paso, haciendo cola y pagando, estamos quedando cuatro. Los tontos.
sábado, 22 de octubre de 2016
sábado, 15 de octubre de 2016
Sin palabras
Qué curiosa evolución está sufriendo la comunicación humana.
Circula por ahí una frase ingeniosa que dice “primero el SMS, después vino el
Whatsapp, ahora grabas un mensaje de voz y tu amigo te graba la respuesta. Si
siguen así van a inventar el teléfono”. Leo también que Apple anuncia que
pronto se podrá escribir en el móvil un mensaje que el propio teléfono podrá
reemplazar por iconos si así se le pide. Para simplificar, dicen. Para buscar
un lenguaje universal. La verdad es que llegados a este punto echo de menos
poder insertar aquí el emoticono de la cara de asombro con los ojos abiertos
como bolas. O sea que ¿tras miles de años de evolución a través de escrituras
pictográficas, ideográficas, silábicas y alfabéticas la conclusión es la vuelta
a los orígenes dejando que un programa en el móvil simplifique con una imagen
lo que se quiere comunicar? Si solo vamos a tratar sobre lo material, vale. Podemos
proponer también, ¿por qué no?, implantar la disparatada metáfora de Swift en Los viajes de Gulliver en la que unos
sabios querían abolir las palabras y directamente cargar en un saco aquellos
objetos sobre los que se quisiera tratar para mostrarlos en lugar de nombrarlos.
Tan absurda es una propuesta como la otra. Me confieso perdida y descolocada.
Concebir un sistema que se presenta como moderno para reducir las posibilidades
del mensaje es el colmo. No entiendo este afán por la simplificación. Me da miedo.
Renunciar por voluntad propia a las sugerencias, la riqueza léxica, la lectura
entre líneas, los medios y dobles sentidos, las metáforas… no es un logro sino
una distopía, una amenaza. No hay nadie más manipulable que el que no sabe
descifrar el código; nadie más peligroso que el que interpreta la realidad simplificándola
y la defiende a toda costa, sin matices; no hay nada más atemorizador que el
pensamiento único. Rechazo el corsé, el límite de encerrar el pensamiento en
una imagen a modo de uniforme para el idioma. Una cosa es una carita sonriente
para unas prisas y otra renunciar al lenguaje. Recordemos a Wittgenstein “Los límites de mi lenguaje son los límites de
mi mundo”. Aunque a lo mejor va de eso, de acotar para controlar. ¡Demasiadas fronteras!
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