sábado, 30 de noviembre de 2019

Rarezas


De un tiempo a esta parte me ha dado por preguntarme qué porcentaje de vida dedicamos a la ficción. Me explico. Vivimos inmersos en la bulla del día a día, enfrascados en resolver problemas desde el insignifiante qué vamos a comer hoy a la preocupación por nuestros mayores o qué hacer para llegar a fin de mes, cada cual con sus cuitas. Luego, una vez aplacados los picos de intensidad, se ansía el respiro, un rato al sol, una cerveza en la calle, un ratito de manta y sofá… En este punto, muy pocos son capaces de quedarse sin hacer nada, paladeando la pausa. Contra el temido horror vacui, se suelen buscar formas de evasión: series, novelas, películas, partidos, juegos, compras, viajes, cualquier cosa antes que no hacer nada y dar entrada al pensamiento. “No me ralles”, dicen los adolescentes  cuando se les enfrenta a una situación comprometida que obliga a la reflexión.  Y para no rallarnos, nos lanzamos a buscar una distracción a la que agarrarnos. Pero es raro, ¿no? Quiero decir, que los únicos seres con conciencia de serlo necesiten olvidarse de ello para no ser infelices. Y sin embargo, así es. Necesitamos nuestra dosis de ficción para no perder pie. Valgan como ejemplo las series. Hoy día, uno de los temas de conversación más manidos es el de ¿tú, qué series sigues?  Entre zombies, nazis, vikingos, bufetes de abogados, fenómenos extraños y enredos políticos, hay quien se pega unos atracones de empacho, liquidándose una temporada completa de una tacada o dos. 
Yo soy consumidora de series, pero moderada, incapaz de ver más de un capítulo seguido sin  perder interés. Y lo más curioso es que me acabo de dar cuenta de que realmente, salvo raras excepciones, en quien estoy interesada es en los personajes pequeños, normales, gentes que viven su vida con baches  y la sortean con buen humor. “Mira lo que has hecho”, de Berto Romero, “Vida perfecta”, de Leticia Dolera, la británica “Catastrophe”...  En resumidas cuentas, que mi evasión consiste en diluir mi vida en la vida ficticia de personas tan normales y faltas de brillo como yo. Lo demás, la ciencia ficción, los zombies y los enredos políticos, para mí, son ruido. Raro ¿no?

sábado, 16 de noviembre de 2019

Noviembre


Recuerdo una conversación con una amiga, hace unos años, en la que nos preguntábamos qué momento del año nos gustaba más. Yo dije noviembre y ella se extrañó porque le parecía que era una elección insulsa en medio de la vorágine de meses con más festividades y celebraciones. Yo justamente lo escogía por eso, porque me parecía un mes en el que encontraba una especie de refugio en la rutina dulce, una vez acomodados los días al cambio de hora, lejos todavía la Navidad, a salvo de la necesidad urgente de hacer planes... Si uno puede creer por un momento en el tiempo como un lugar donde establecerse, tiene que ser noviembre, porque noviembre, como la infancia, parecía durar más que el resto del año, de la vida.
Sin embargo, algo debe de haber cambiado cuando, mediado el mes, sigo sin poder complacerme en los días más o menos iguales, pero apacibles, con el regalo oculto de la cotidianeidad aceptada. Y no sé a qué o a quién echar la culpa, si al cambo climático que ha hecho que hasta el lunes pasado no haya tenido que cambiar la ropa de verano en el armario (con su consiguiente irritación al enfrentarme al eterno dilema de qué tirar o guardar), o a la crispación de las últimas elecciones, o a la campaña navideña que esta vez ha empezado pronto y con fuerza. Estaba todavía en tirantes lavándome los dientes en el baño, cuando en la radio irrumpió un anuncio para reservar cuanto antes ¡la cena de Nochevieja!
Lo cierto es que me noto un poco crispada, demasiado consciente del ruido del entorno, harta de noticias, memes, vídeos reenviados…  y creo que definitivamente lo que me pasa es que echo de menos mi ración anual de un noviembre manso. Así que me he tomado la tarde libre, he encendido la chimenea y me he sentado en mi sillón del salón con una infusión en la mano, dispuesta a pasar el rato leyendo y vagueando, en cuanto termine de escribir esta columna.
Y es que, a veces, además de planes, trabajo, actividades, celebraciones y otras bullanguerías, una necesita un ratito de silencio, arrebujada en una mantita y en paz.

martes, 5 de noviembre de 2019

El brillo de la rutina


Hace unos días mi hermana me mandó por whatsapp un archivo de voz que no sabía que tenía. Había dejado el móvil en una tienda para que le arreglaran no sé qué cosa y le volcaron toda la información que contenía en un pendrive. Le llamó la atención una carpeta que decía “grabaciones de voz” y al abrirla se encontró con una conversación de ella misma con nuestro padre, recientemente fallecido. La grabación la hizo aparentemente el teléfono por su cuenta y llegó a nosotros por casualidad, pero al abrirla nos encontramos con la voz de mi padre, la de hace dos veranos, fresca, clara, alegre después de un viaje para celebrar con mi otra hermana su veinticinco aniversario de boda. Y era mucho más él que nuestro recuerdo, que cualquier foto o vídeo.
 ¡Qué extraña es la vida! Intentamos retenerla con fotos y vídeos casi siempre de celebraciones y actos especiales para tratar de que no la arrastre el olvido, pero solo conseguimos un álbum falso que salta de hito en hito, de fiesta en fiesta, de acontecimiento en acontecimiento, como si eso fuera vivir, cuando lo cierto es que la mayor parte del tiempo la pasamos en rutinas, pequeñas acciones, charlas sobre problemas nimios o inabarcables, planes, dudas sobre qué vamos a comer hoy o qué has hecho en el cole. Yo es lo que más echo de menos. Me gustaría poder recordar el día a día de mi niñez, de mi adolescencia, de cuando mis hijos eran pequeños, los momentos que no graban una foto o un vídeo, las comidas y cenas alrededor de la mesa contando las minucias, el acontecer diario. Me gustaría tener acceso a los pequeños gestos, aquí un beso, allí un achuchón, una risa inesperada, un enfado, todos los abrazos. Qué regalo que de pronto, en medio de este olvidar lo que de veras nos fue haciendo quienes somos, aparezca la voz de mi padre mostrando en cada giro, en cada modulación del tono, en cada risa, una de esas rendijas de cotidianeidad cargadas de sentimiento y amor diario por las que se nos ha ido colando la vida. Parecería una escena sacada de una peli futurista, pero por una vez y por azar,  escucharlo ha sido recuperar un momento destinado al olvido y su voz nos ha confortado tanto como uno de sus abrazos.