Verse obligado a abandonar
la tierra en que se vive es un desgarro. Incluso en el siglo XXI, en plena globalización, acostumbrados al ir y
venir turístico, tener que dejar el lugar en el que querrías echar raíces es
una ruptura violenta que produce desazón y malestar. Vivimos en una tierra de
clima amable, de costumbres latinas con tendencia al hedonismo, y amamos este
estilo de vida cayendo a veces incluso en el chovinismo. Y sin embargo, somos
un pueblo de exilio. Hemos sufrido en muchos momentos de nuestra historia el
azote del destierro. A modo de castigo bíblico, se ha sufrido la expulsión del
paraíso por motivos económicos, políticos, ideológicos… Antonio Muñoz Molina en
su estupenda “Sefarad” recogía algunos de estos exilios y plasmaba de una
manera eficaz y literaria el dolor y la nostalgia que todos ellos deparaban. En
su exilio político, Mª Teresa León se quejaba de este destino: “Estoy cansada
de no saber dónde morirme. Ésa es la mayor tristeza del emigrado. ¿Qué tenemos
nosotros que ver con los cementerios de los países donde vivimos?” Porque una
cosa es tener la comezón del viaje, la aspiración juvenil de descubrir y
conquistar el mundo, la plenitud de sentirse libre y ligero para elegir el
lugar donde establecerse y otra es la imposición de tener que hacerlo. Le
podemos poner el nombre que queramos, revestidos de un orgullo nuevo que nos
obliga a desmarcarnos de los exilios anteriores, pero la vergonzosa realidad es
que estamos expulsando a nuestros jóvenes, universitarios, cosmopolitas,
preparados… para buscarse la vida fuera de nuestras fronteras. En pocos días
celebraremos el día de Andalucía, y volveremos a escuchar discursos vacíos
afirmándonos en nuestra identidad orgullosa de andaluces, pero si queremos dignificar
nuestra tierra, tenemos que dar oportunidad a las nuevas generaciones para que
vivan en ella con dignidad. Y la dignidad ahora se llama trabajo. Lo otro, dar
por bueno que nuestros licenciados estén en Londres sirviendo copas para
“mejorar su inglés” no es otra cosa que un eufemismo para evitar enfrentarnos a
la realidad sucia del exilio, del destierro, de la emigración… Y es que del
viaje por turismo, se vuelve.
martes, 28 de febrero de 2017
domingo, 12 de febrero de 2017
Palabras perdidas
Una confesión: hasta la llegada
de internet me daban pereza los diccionarios. Sentía cierto repelús por tener
que dejar de leer lo que tuviera entre manos para buscar significados
desconocidos que más o menos podía sacar por el contexto. Me resultaba lento y
torpe el rastreo. Sin embargo, mi tío Paco, una de las personas más cultas que
he conocido nunca, a pesar de haber tenido que dejar de estudiar cuando era
niño, podía pasar horas y horas buceando en un diccionario o una enciclopedia.
Saltaba de una entrada a otra absorto en una búsqueda personal que le permitía
ir completando su minucioso mapa de conocimiento. Ese saber, esa posibilidad de
salir de la ignorancia, está ahora con internet tan al alcance que cuesta creer
que la mayoría de los estudiantes no lo utilicen
como herramienta en lugar de ver en la red solo un enorme almacén de vídeos
chorra o sitio para esa horrible cosa que
se llama “matar el tiempo” (Lorca dixit).
Desde que tengo el diccionario de la RAE a golpe de click, me estoy
haciendo adicta. Me fascina su inmediatez y me hipnotiza su precisión. A menudo
busco palabras que ya conozco solo por el placer de leer la exactitud de la
definición. Es un enganche que me hace ir de una entrada a otra recuperando
términos que tenía olvidados. Hace poco me costaba explicar a un grupo de adolescentes qué quería decir
Valle-Inclán cuando se quejaba de “tener que escribir manso y pacato para no asustar a las niñas del abono”. No entendían
manso ni pacato, y yo, en mi afán por explicar cada término, caía en una
retahíla de palabras que se iban encadenando y que cada vez sonaban más demodés. Me venían a la boca mojigato, ñoño, escrupuloso, apocado, pusilánime…
hasta que paré para que la distancia no se convirtiera en abismo, porque
nada de aquello les sonaba. Por supuesto que, más tarde, las busqué en la RAE
para comprobar que me había explicado bien. Allí estaban todas, desnudándose en
sus significados y asociadas a otros. Me reencontré con timorato, gazmoñería, meapilas…
Después me surgió la duda ¿se han perdido las palabras o solo el interés por
matizar? Porque estulticia, necios,
mansos, encogidos, rancios y pérfidos
sigue habiendo ¿no?
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