A veces la parte cerebral que nos
domina descansa o se duerme y somos pura
intuición. Para algunos es lo normal, viven inmersos en sus propios sonidos,
atendiendo los dictámenes del cuerpo. Pero muchos de nosotros somos seres
racionales, a veces demasiado, y todo lo intelectualizamos, medimos, pesamos.
En el extremo, los flemáticos ingleses o los rígidos japoneses no transparentan
sus sentimientos, se rodean de fría cordialidad. Lo que en esos momentos nos
domina no es lógico ni mesurable ni tiene peso, es tan nimio que apenas se
podría explicar. En la conversación con un amigo, alguien querido, de repente
algo se rompe. Ha sido solo un gesto o un quiebro en la voz, una palabra
escogida sin demasiado cuidado, pero ahí está, se abre una brecha, un malestar.
Arundhati Roy, en El dios de las pequeñas
cosas, lo expresaba como “el tenue movimiento de unas alas de mariposa en
el corazón”, porque no es más que eso, un presentimiento, un escalofrío en los
huesos, un pellizco en las tripas, un aleteo de miedo, de emoción, de angustia.
Somos seres racionales, pero a veces el viento que se alía con un cielo
encapotado y gris nos arruina el día y nos sirve a la mesa melancolías y
dolores archivados. Un cuadro mal colgado, una silla fuera de su sitio, no
poder aparcar el coche, una cola demasiado larga en el supermercado, una
cisterna que gotea… No es casi nada, un aleteo. Y acabamos en el malhumor, el
llanto, una desesperación espesa y absurda que nos arruina el día. Es la
rendija. Una herida vieja que se abre y deja paso a la irritación, el dolor, el
miedo almacenado, que rabian por salir. Entonces, el sol de invierno, una
música, una palabra amable atrapada en una esquina, el primer trago de una
cerveza fresquita, un abrazo… nos ponen de nuevo a flote y así el día, al menos
ese día, no se hunde y queda a salvo de la melancolía.
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