sábado, 5 de noviembre de 2016

Un aleteo

A veces la parte cerebral que nos domina  descansa o se duerme y somos pura intuición. Para algunos es lo normal, viven inmersos en sus propios sonidos, atendiendo los dictámenes del cuerpo. Pero muchos de nosotros somos seres racionales, a veces demasiado, y todo lo intelectualizamos, medimos, pesamos. En el extremo, los flemáticos ingleses o los rígidos japoneses no transparentan sus sentimientos, se rodean de fría cordialidad. Lo que en esos momentos nos domina no es lógico ni mesurable ni tiene peso, es tan nimio que apenas se podría explicar. En la conversación con un amigo, alguien querido, de repente algo se rompe. Ha sido solo un gesto o un quiebro en la voz, una palabra escogida sin demasiado cuidado, pero ahí está, se abre una brecha, un malestar. Arundhati Roy, en El dios de las pequeñas cosas, lo expresaba como “el tenue movimiento de unas alas de mariposa en el corazón”, porque no es más que eso, un presentimiento, un escalofrío en los huesos, un pellizco en las tripas, un aleteo de miedo, de emoción, de angustia. Somos seres racionales, pero a veces el viento que se alía con un cielo encapotado y gris nos arruina el día y nos sirve a la mesa melancolías y dolores archivados. Un cuadro mal colgado, una silla fuera de su sitio, no poder aparcar el coche, una cola demasiado larga en el supermercado, una cisterna que gotea… No es casi nada, un aleteo. Y acabamos en el malhumor, el llanto, una desesperación espesa y absurda que nos arruina el día. Es la rendija. Una herida vieja que se abre y deja paso a la irritación, el dolor, el miedo almacenado, que rabian por salir. Entonces, el sol de invierno, una música, una palabra amable atrapada en una esquina, el primer trago de una cerveza fresquita, un abrazo… nos ponen de nuevo a flote y así el día, al menos ese día, no se hunde y queda a salvo de la melancolía.

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