Si la vida no fuera este
laberinto de planos que se cortan sin horizonte, si no se pareciera demasiado a
un juego de espejos que devuelven una realidad espantada, este dos de julio
podría ser el comienzo de un verano de los que venden los anuncios
publicitarios. Entonces los colores no serían de rastrojo seco. Solo azul mar,
verde pino, arena tostada… Los periódicos y noticiarios dejarían de vomitar
noticias de exilios obligados, atentados sangrientos, abusos abominables,
futuros a la deriva…
Si el escepticismo de los años
no nos hubiera hecho inmunes a la esperanza, podríamos dejarnos llevar por los
conciertos al aire libre a salvo de la canción del verano; por las siestas sin
conciencia ni horario; por las conversaciones de terraza en noches templadas de
amigos; por la sensación limpia de los placeres del verano…
Podríamos dejarnos arrastrar
por la alegría infantil de costumbres relajadas, pieles al sol, días y días sin
obligaciones, dolor ni cansancio…
Ante la llegada del verano
siento, en palabras de García Montero, nostalgia del futuro (…), nostalgia de
aquellos días de fiesta, cuando todo merodeaba por delante y el futuro aún
estaba en su sitio. Me instalaría en estos días protegida por un paréntesis, como si el verano fuera cierto
y el miedo no acechara, como si tuviéramos 6 u 8 años, la conciencia en pausa y el
disfrute como único horizonte. Como si se pudiera doblar sin más este periódico
que ahora mismo tendrán en la mano, y se quedaran dentro el dolor, la rabia y
la muerte que se estarán pegando al dolor, la rabia y la muerte propios. Como
si el verano, por serlo, deshiciera todos los nudos que se agazapan y no
hubiera cabida para el pesar. Solo soñar, tenderse al sol, un tinto de verano,
unas sardinas asadas, risas, juegos… Verano.
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