sábado, 27 de septiembre de 2025

Rechazo

 

Creo que ya he hablado del tema alguna vez. Siento repetirme, pero necesito desahogarme.

Me parece que odio la relación actual del ciudadano con la Administración pública de todo tipo. Suena un poco fuerte, sí, pero no encuentro otra palabra que describa mejor mi desagrado. Me sale un sentimiento visceral. ¿De verdad es necesario que todo sea tan oscuro y difícil? La ciudadanía de a pie tiene la sensación de estar siendo perseguida, vigilada, acosada… y de ser culpable de lo que sea ante lo que sea mientras no pueda demostrar lo contrario. Cualquier trámite o notificación se comunica en unos términos tan amenazantes, con un lenguaje tan oscuro, que no se sabe si es necesario hacer algo o lo contrario. A veces la notificación es incluso positiva, quiero decir, a favor, pero aún así, redactada en unos términos que dejan siempre cierta inquietud.

Y, por supuesto, todo es online, con necesidad de certificado digital o registro previo en determinadas plataformas. Correos automáticos sin posibilidad de respuesta, citas previas difíciles de conseguir si se quiere hablar en persona con alguien, plazos inamovibles… Al final, tiempo y tiempo que debemos emplear para realizar cualquier trámite por básico que sea. Nada es fácil ni sencillo sino que se vive más como una pelea o lucha de la que no tenemos nunca muy claro si vamos a salir victoriosos.

No acabo de entender este empeño en hacer que la burocracia sea cada vez más compleja y desagradable. Se eliminan puestos de trabajo de cara al público y se deja a solas a la ciudadanía ante unas pantallas y un lenguaje que no tiene por qué conocer, dejando así, a cambio, un poso de fragilidad, una sensación de andar a merced de un organismo superior que controla nuestras vidas sin poder recordar el momento exacto en que se dio el consentimiento para ello.

Sé que es mucho pedir y ni siquiera sé a quién podría elevar mi petición, pero ¿se podría crear un entorno más amable donde la explicación del trámite, la asesoría personal y el lenguaje se acercaran un poco más al sentir de los usuarios, lejos de este complicado andamiaje en el que andamos ahora?

No se molesten, conozco la respuesta. Como les decía, solo es un desahogo.


sábado, 13 de septiembre de 2025

Buen día

 


Con septiembre vuelven las rutinas. Cada día las calles un poco más vacías. Tras la Patrona, no solo se nota la bajada en la afluencia de turistas, sino que los portuenses se recogen también. Además de preparar la vuelta al cole, si sale algún día más fresco o nublado, la novelería hace que se interprete como el adelanto del otoño. Vuelve el orden, las inscripciones a los gimnasios, los buenos propósitos... En estas dinámicas, los gestos cotidianos adquieren mayor protagonismo. Tanto que, a veces, tener un buen o mal día depende de no se sabe qué, un regustillo amargo o satisfactorio que no siempre se identifica. Las noticias con las que nos desayunamos tienen mucha culpa de esto, sobre todo cuando los medios vuelven a un tono más serio, alejado de la necesidad superficial de distraer los veranos.

Pero creo que hay algo más. Uno de estos factores determinantes de un buen o mal día lo achaco a los encuentros. No solo los casuales con alguien conocido sino los laborales. Quién nos cobra en la caja del súper; cómo nos escuchan tras una ventanilla; cuánto tiempo se aguarda en una cola... En esas relaciones interpersonales nos jugamos una parte de nuestro bienestar. La atención amable, la disposición con que nos tratan y tratamos pueden salvar o amargarnos el día. Quizás no a todo el mundo, pero sé de mucha gente absolutamente permeable a cómo es tratada. En concreto, he empezado esta reflexión gracias a un repartidor de correos tan agradable y atento que me ha hecho subir el ánimo durante parte de la mañana. Es la actitud que en inglés llaman  “helpfull” y que muchos traducen por servicial. Pero no me gusta. Servicial ya se acerca a servil, sumiso. Es más bien esa amabilidad que parece natural y que hace sentir bien a quien la ofrece y quien la recibe. No es fácil, pero cuánto mejor es buscar en lo que se hace la alegría que produce hacerlo con dignidad. Lo he encontrado también leyendo “El tercer hombre”, de Graham Green: “Ojalá uno pudiera sentir un entusiasmo semejante por un trabajo rutinario; cuántas oportunidades, cuántas súbitas intuiciones se pierden simplemente porque un trabajo se ha convertido solamente en un trabajo”. Buen día…

sábado, 19 de julio de 2025

Pérdida

 

Pérdida

Inicié esta columna con una idea que me ha rondado la cabeza esta semana. Todo partía de una conversación con una querida amiga sobre la pérdida y su representación cultural. Nos sorprendía que, a pesar de que la RAE no la relaciona con la muerte hasta su 5ª acepción, la red irremediablemente reconduce la búsqueda de información hacia la muerte y el duelo. Sin embargo, el diccionario antepone la carencia de algo que creíamos nuestro, quizás porque nos pasamos la vida perdiendo. De hecho probablemente crecer es perder. La primera memoria, las risas infantiles, los primeros amores, los libros prestados con ilusión y no devueltos por desidia, las oportunidades que se escaparon, las amistades que extraviamos... Pero también la pérdida de un tren, de una beca, de unas llaves, de un libro, de unas cartas, de un pendiente que atesoraba un recuerdo… Aunque duela, no se puede avanzar sin perder.

Más o menos había escrito estas reflexiones, como ven bastantes obvias, lugares comunes por los que ya hemos pasado, cuando se me bloqueó el ratón del ordenador y reinicié para recuperarlo. Y volvió, sí, pero no el documento, que no se había guardado ni en la copia de seguridad. Pensé que era una señal de que esta semana no tenía nada que decir, pero entonces decidí tomarlo más bien como parte del proceso. Perder lo ya escrito para así tener de qué hablar en este texto que se va escribiendo solo. Porque la pérdida es nuestra cotidianeidad, ya lo cantó Silvio en su particular Ubi sunt? : ¿A dónde va lo común, lo de todos los días?/ El descalzarse en la puerta/ La mano amiga/ ¿A dónde va la sorpresa/ casi cotidiana del atardecer?/ ¿A dónde va el mantel de la mesa?/ El café de ayer…

Así que decidida a acabar esta columna sobre la pérdida, no puedo dejar de referirme al estupendo documental Almudena que presentaron el martes en Chiclana su directora Azucena Rodríguez y el marido de la protagonista, Luis García Montero. La escritora de nuevo presente con sus amigos, su público, su familia. Atrapada o recuperada, no sé, en imágenes mientras cocinaba, reía, amaba… en las palabras de sus seres más cercanos, en los recuerdos que les quedaron de ella. La muerte como la mayor pérdida.


Rendición

Me rendí y puse aire acondicionado en el salón. Lo he estado utilizando días y días. El salón como un castillo, una torre de defensa de la que salía solo lo imprescindible. El finde pasado la visita a la playa la hacía bien temprano. Paseíto, baño y de nuevo a casa. Mi atención a las macetas duraba lo que tardaba el pelo en secarse. Después, encierro a cal y canto sin asomar la nariz hasta la puesta de sol. Temí estar exagerando, pecar de novelera con el nuevo aparato que nos devolvía la vida. Pero leo ahora en este periódico que las temperaturas han sido mucho más elevadas de lo habitual, hasta 10 grados por encima de la media de otros años. Lo que a mí me parecía. Y justamente lo que nos llevó a buscar una solución después de que durante los últimos veranos se alcanzaran más veces de lo normal temperaturas altísimas.

Me he rendido, pero no estoy contenta. Poner refrigeración en casa es un parche mientras miramos hacia otro lado como en tantas otras cosas. Utilizamos tiritas estúpidas cuando deberíamos estar exigiendo que se regule en serio para frenar el cambio climático. YA.

Nadie me oye, lo sé. Así que me sigo cabreando cuando cada dos por tres leo aquí y allí consejos peregrinos para dormir porque los adultos debemos hacerlo entre 7 y 9 horas diarias. Dejen de amenazarme y meterme miedo con lo que me afectará la falta de sueño. A quienes no dormimos bien no nos sirve una vela aromática ni tomar almendras antes de irnos a la cama ni mezclar aceites esenciales ni hacer no sé cuántas respiraciones como los marines ni mover los ojos en varias direcciones y mucho menos si las noches se convierten en un hornito que alcanza casi los 30 grados. Vale. Me doy cuenta de que se me ha ido de las manos. Será el calor, que me fríe el cerebro. Pero es que me fastidia que ante cada problema salgan como hongos después de las lluvias todo tipo de gurús prometiendo lindezas. No es suficiente con los abanicos de papel plegado ni la botellita de agua. No enreden más y vamos a ocuparnos en serio de lo importante. Cúpula de calor en el continente, olas de calor marinas, trabajadores que sufren golpes de calor, noches tropicales… ¿Y ya está? ¿Nos aguantamos y ponemos otro ventilador?


 

Enredados


Ayer a falta del lunes, lectivo pero que probablemente el grueso del alumnado renuncie a ver como tal, acabaron las clases. Para mí, las últimas de mi vida profesional. Queda evaluar, las reuniones, las tareas administrativas (que no son pocas) pero esa ya es otra historia. No siento alivio sino desconcierto, que se suma a la coincidencia de haber trabajado con mis 3º ESO los tópicos literarios “Carpe diem” y “tempus fugit” estos días. Una cosa es asumir la edad y otra asumir que ha terminado esta relación de años con la adolescencia. Una efímera y apasionante aventura con muchas luces y algunas sombras (mentiría si no confesara que ha sido difícil a veces) pero siempre estimulante, emocionante. Cuesta despedirse de un trabajo que llena tanto porque, por mucho que se piense desde fuera en las vacaciones y en el número de horas semanales en el aula, dar clase es mucho más. Durante 36 años todo lo que leía, veía y escuchaba, tenía una posible repercusión en el aula. Lo habré conseguido o no, pero siempre he creído que mi misión es estimular y “abrir ventanas”. A la curiosidad, al crecimiento, al saber, a la vida más allá de la barriada, a la superación de los obstáculos, pesadas mochilas con el peso de familias desestructuradas, de problemas psicológicos, económicos, médicos…. Un trabajo muy social en el que he aprendido y evolucionado.

Cada persona en un instituto cumple un papel desde su particularidad. Lo he plasmado pintando una enredadera. La acuarela de una efímera y temporal parra virgen que antes de desaparecer cambia su verde vivo por maravillosas tonalidades de rojo. Representa a la clase. Luego la he dividido al azar en marca páginas con fragmentos de ella como recuerdo para mis 3º. Quiero que asuman que hay que aprovechar este momento, no solo para pasarlo bien sino para formarse, abrirse al resto, crecer… para que comprendan que cuando me negaba a expulsar de clase por mal comportamiento lo hacía para que entendieran que formamos un todo con el que hay que convivir, que nuestras acciones afectan a los demás, que somos parte irreemplazable de un puzle. Para que me recuerden. Para regalarles algo material a cambio de todo lo que me llevo...

 

Autocrítica

 

Con el reposo de los días posteriores a la feria, guardadas las flores, trajes y mantoncillos, me ha quedado este año un regusto raro. En principio el culpable de no haberla disfrutado del todo ha sido el calor, insufrible durante varios días a pesar del aire acondicionado de muchas casetas. Ese levante, esas temperaturas y ese cielo tocado de calima… probablemente han sido algunos de los responsables de que el recinto ferial no estuviera tan concurrido como otras veces. Pero creo que no ha sido solo eso. La cercanía de la de Jerez, la coincidencia con la de Sanlúcar y ciertas nuevas maneras de vivir la feria quizás tengan también mucho que ver.

De estas novedades, hay una en concreto que me resulta antipática: la imposición de tener que sentarse a comer. Es la dictadura del catering. Y lo entiendo, eh. Si se ha cogido una caseta para sacar dinero, lo normal es que se intente. Pero de ahí a que esta circunstancia marque el ritmo cambiando la manera de divertirse… Ya apenas quedan opciones de comer en barra, de tapear mientras se baila de vez en cuando; la música incluso desaparece y las mesas siguen ocupadas hasta las 6, hora en que comienzan los grupos en directo; tras las actuaciones se comienza de nuevo a reducir el espacio de baile para volver a colocar las mesas para la cena… Vamos, que para poder bailar una sevillana hay que currárselo bastante. Me incomoda. Demasiada rigidez.

Y puestos a sacarle punta a todo ¿no se podría replantear la entrada de manera que la portada coincida con uno de los accesos? La situación es tan absurda que el sábado por la noche nos encontramos con un grupo de señoras en la oscuridad del otro lado de la carretera, rodeadas de vallas y de tráfico, que miraban la portada a la izquierda y la rotonda a la derecha y preguntaban a quienes pasaban “pero ¿cómo se entra en la feria?” .

En fin, que lo hemos pasado bien, pero que quizás no venga mal hacer un poco de balance para pasarlo mejor el año que viene ¿no?

sábado, 24 de mayo de 2025

Chapuzas

 

Chapuzas

Hay palabras que suenan a infancia. Aunque no se oigan en voz alta en años, siguen intactas, con el tono exacto en que se pronunciaban, con su significación precisa, inapresables para los académicos que no pueden penetrar en su última acepción, la doméstica y familiar. Hoy he estado todo el día con una de ellas en la cabeza, pero no la he llegado a decir, se ha quedado dentro dando vueltas hasta que ha caído sobre estas líneas y se ha abierto hueco: fullera. Nada que ver con lo que recoge el diccionario, que se conforma con tramposa. Es algo más pícaro, quizás chapucero, ingenioso a medias, puede que torpe. Lo reconozco, siempre he sido así. Una especie de MacGyver casero que todo lo afronta y lo soluciona, pero lejos del resultado fino y preciso que para otros sería deseable.

Me lanzo a las chapuzas con ilusión y ganas, pero nunca con previsión. Ni siquiera me doy demasiado tiempo. Me gusta acabar ya, con lo que tenga y como sea. Como cabe esperar, el resultado suele ser chapucero. Siempre me acuerdo de una monja que nos daba clase en Primaria. Una señora rígida y exigente. Cuando se veía obligada a dirigirnos las “labores” (eso que luego se llamó “Pretecnología” sin que nunca entendiéramos qué quería decir la palabreja) mantenía esa misma severidad, a pesar de que nosotras esperáramos algo mucho más relajado. Disfrutaba volviendo del revés los mantelitos que perpetrábamos con punto de cruz para dejar a la vista nuestras fullerías, esas pasadas largas con el hilo por la parte de atrás que buscaban atajos, por lo visto muy previsibles.

Pero esta vez tengo excusa. No he sido fullera por convicción sino por necesidad provocada por una cascada de tropiezos. El uso de un taladro en el salón sin precauciones (esta vez no he sido yo), provocó una nube de polvo que lo cubrió todo. El interior de la vitrina, las cortinas, el marco de los cuadros, los mandos a distancia… Mientras, la cinta de la persiana del dormitorio decidió que era buen momento para romperse. A partir de ahí, prisas y malhacer que provocaron caída de algún cuadro que arrastró un enchufe, cinta de la persiana que se colocó al revés…

Fullerías, sí, pero he disfrutado saboreando otra vez la palabra.