sábado, 24 de mayo de 2025

Chapuzas

 

Chapuzas

Hay palabras que suenan a infancia. Aunque no se oigan en voz alta en años, siguen intactas, con el tono exacto en que se pronunciaban, con su significación precisa, inapresables para los académicos que no pueden penetrar en su última acepción, la doméstica y familiar. Hoy he estado todo el día con una de ellas en la cabeza, pero no la he llegado a decir, se ha quedado dentro dando vueltas hasta que ha caído sobre estas líneas y se ha abierto hueco: fullera. Nada que ver con lo que recoge el diccionario, que se conforma con tramposa. Es algo más pícaro, quizás chapucero, ingenioso a medias, puede que torpe. Lo reconozco, siempre he sido así. Una especie de MacGyver casero que todo lo afronta y lo soluciona, pero lejos del resultado fino y preciso que para otros sería deseable.

Me lanzo a las chapuzas con ilusión y ganas, pero nunca con previsión. Ni siquiera me doy demasiado tiempo. Me gusta acabar ya, con lo que tenga y como sea. Como cabe esperar, el resultado suele ser chapucero. Siempre me acuerdo de una monja que nos daba clase en Primaria. Una señora rígida y exigente. Cuando se veía obligada a dirigirnos las “labores” (eso que luego se llamó “Pretecnología” sin que nunca entendiéramos qué quería decir la palabreja) mantenía esa misma severidad, a pesar de que nosotras esperáramos algo mucho más relajado. Disfrutaba volviendo del revés los mantelitos que perpetrábamos con punto de cruz para dejar a la vista nuestras fullerías, esas pasadas largas con el hilo por la parte de atrás que buscaban atajos, por lo visto muy previsibles.

Pero esta vez tengo excusa. No he sido fullera por convicción sino por necesidad provocada por una cascada de tropiezos. El uso de un taladro en el salón sin precauciones (esta vez no he sido yo), provocó una nube de polvo que lo cubrió todo. El interior de la vitrina, las cortinas, el marco de los cuadros, los mandos a distancia… Mientras, la cinta de la persiana del dormitorio decidió que era buen momento para romperse. A partir de ahí, prisas y malhacer que provocaron caída de algún cuadro que arrastró un enchufe, cinta de la persiana que se colocó al revés…

Fullerías, sí, pero he disfrutado saboreando otra vez la palabra.



viernes, 9 de mayo de 2025

Resaca

 

Escribo todavía desde la resaca de los días raros de la semana pasada. Cuando la sorpresa que nos esperaba tras el fin de semana de barullo y ruido provocado por las motos de quienes, desde su prepotencia, creen que el mundo durante unos días se lo han puesto a los pies para su disfrute, dio paso en unas horas a la ansiedad generalizada de reconocer que sin luz ni internet ya no somos nada.

En el aula nadie pensó en cómo calentarían la comida o qué harían al llegar la noche si no volvía la luz. Su alarma generalizada la sintetizó una alumna de 13 años que preguntó aterrada: “profe, ¿tú sabrías vivir sin internet? Porque yo me muero”. Y, sin embargo, la red tiene poco más que su edad. Lo que ocurre es que, así como entendemos la prehistoria como la etapa anterior a que el ser humano pudiera contar lo que le pasaba a través de la escritura, la nueva era la marcará la aparición de la hiperconexión instantánea que proporciona internet. De lo efímero de vidas que apenas dejaron un rastro en las paredes de las cuevas, a los testimonios y fantasías de quienes escribieron historias y sentimientos, para llegar recientemente a la edad de tanta información, tantos comentarios, tantas fotos y tantos bulos que, inevitablemente, hacen que se vuelva a caer en el abismo de lo efímero. Porque ¿qué posibilidad hay de buscar una foto, un mensaje, una verdad, en esta maraña de ahora? Cada novedad provoca una cascada de ruido y bulos que se disuelve cuando llega la siguiente.

Pero, al menos estos nuevos prehistóricos que hemos vivido sin internet, percibimos en el apagón la fragilidad de la situación, la ansiedad de la falta de noticias, la debilidad de un sistema excesivamente globalizado. De nuevo solo la radio, a pilas o desde los coches, nos permitió saber algo del exterior. Volvió la incertidumbre en un día de cielos turbios en el que, aquí, el levante campó a sus anchas y nos dejó encerrados en casa enfrentados otra vez a la inestabilidad y a una sensación bajo la piel casi apocalíptica.

Tras el paréntesis, la resaca como les decía. Llena de ruido, cruces de acusaciones entre políticos, esperanza en historias pequeñas llenas de solidaridad… Pero pequeñas, siempre pequeñas.


sábado, 12 de abril de 2025

Sensibilidad

 


El otro día, cuando salía de casa, se me cayó un pendiente. Lo recogí del suelo, pero no me daba tiempo a buscar el cierre, así que me fui sin él. Durante la mañana hablé con mucha gente y, sin embargo, solamente una alumna me dijo “profe, se te ha caído un pendiente”. Al volver a casa y mirarme en el espejo, en seguida volví a echarlo en falta y fue entonces cuando caí en qué pocas personas lo habían advertido. No es solo cuestión de pendientes. Tengo amigos que llegan a casa y lo primero que hacen es detectar cambios por mínimos que sean, mientras que otros no advertirán ni siquiera una transformación en el color de las paredes o incluso una renovación de mobiliario.

Esta diferencia nos separa, pero también nos enriquece. El diferente desarrollo y la sensibilidad a través de cada uno de los sentidos, así como de lo que los griegos llamaban el “nous” (lo que vendría a ser el “ojo de la mente”, es decir, el intelecto y la inteligencia) es lo que nos acerca a la realidad y a su interpretación. Y no es uniforme.

Nos pasamos la vida tratando de entendernos a nosotros mismos y a los demás, pero a veces es un diálogo de besugos. No nos oímos o no nos vemos o no nos tocamos lo suficiente como para interpretarnos. Yo no veo y mucho menos entiendo por qué tú te has teñido el pelo de rojo; tú no aprecias que he cambiado de perfume; ninguno oímos ni interpretamos por qué una tercera persona se repite tanto al hablar o no soporta que la toquemos y ella probablemente no comprende por qué a mí no me gusta la nata.

Siendo natural esta enorme diversidad, no tiene sentido ofenderse, irritarse o enfrentarse por la diferencia de gustos, ni siquiera por la disparidad de criterios en el discurso o relato con el que interpretamos el mundo. Y, sin embargo...

Metidos de lleno en la primavera, a las puertas de la Semana Santa, tenemos una nueva oportunidad de convivir sin enfrentarnos en unas celebraciones que brindan un completo espectáculo sensorial del que se puede disfrutar con la vista, el oído, el olfato, el tacto y el gusto. O no, porque ahí siguen la playa y la sierra… Si hay respeto mutuo, que cada uno disfrute como quiera.

sábado, 29 de marzo de 2025

Lache

 

En realidad, a mí de lo que me gustaría hablar es de la preocupación por la situación internacional, pero estoy tan desolada que necesito girar el foco. He elegido distraerme con el léxico, no sé qué les parecerá.

Me he parado en “lache”, un término que ahora los adolescentes utilizan mucho, pero que el diccionario de la RAE no recoge. Supongo que viene de lacha, palabra de origen caló que sí aparece y que responde a una forma coloquial para expresar un sentimiento de vergüenza. Lo que no alcanzo a averiguar es en qué momento y por qué se ha activado el término, pero da un poco igual. Me atrae mucho más reflexionar sobre qué se tilda de lache, es decir, qué da grima o vergüenza ajena. Ahí está realmente la novedad, ya que salpicar la lengua común con expresiones nuevas como forma de diferenciación generacional es algo que ha ocurrido siempre.

He oído la expresión para rechazar salir en un vídeo o una foto que forme parte de una actividad académica, incluida aquella que cuenta para nota. También la he oído para justificar el hecho de no usar gafas aunque se necesiten. Es más, he mirado con atención mis clases de secundaria y, curiosamente, solo hay una persona o dos que las usen, sin embargo tengo bastantes alumnos y alumnas que no ven bien. Si les pregunto por las gafas me dicen que no se las ponen porque no les gusta cómo les quedan, que da lache llevarlas. También les he oído, por ejemplo, rechazar una canción de moda, en concreto la reivindicativa “Potra salvaje” porque “¡qué lache!”.

De acuerdo, no es un campo de estudio muy amplio, pero sí suficiente para recordarme qué importante es en estas edades la mirada del grupo, la presión de saberse siempre bajo vigilancia acerca de qué se dice, cómo se dice o qué se siente. Para recordarme cuánta madurez se necesita para empezar a ser inmune al qué dirán; las energías que se gastan en el ajuste, en la búsqueda de aceptación.

Por otra parte, me doy cuenta de que a mí, que soy adulta, también me dan lache ciertos comportamientos de líderes mundiales, lache y miedo, dicho sea de paso, aunque lo diría con otras palabras. Grima, repelús, vergüenza. Pero ese es otro tema. Yo me había propuesto distraerme un poco.



sábado, 15 de marzo de 2025

Dependencia

Dependencia

Llevo 3 semanas de pelea con el móvil. Primero me falló la conexión wifi. El teléfono tenía ya bastantes años, pero no lo quería cambiar. Lo intenté, lo intenté y lo intenté y al final tuve que resignarme. A partir de ahí, lo que temía. Se supone que todo es ahora muy fácil, se pasa la información de pantalla a pantalla, se hace copia y ya está… Chorradas. A cada solución, un inconveniente. Para pasar de pantalla a pantalla necesitaba una aplicación que solo se podía descargar con conexión de wifi (que no tenía, por eso había cambiado de móvil). Para hacer el traspaso con cable necesitaba reconocimiento del mismo (con el que no contaba); para guardar la copia en la nube me faltaba espacio (también en el ordenador); con el portátil del trabajo había una incompatibilidad… Y así hasta que conseguí tener mis fotos, contactos y aplicaciones en el nuevo dispositivo. Luego llegaron las aplicaciones a puñados que venían preinstaladas en el teléfono nuevo y los “permitir”, tantos que yo misma me iba perdiendo entre amenazas de inseguridad y petición de permisos porque cuanto más inseguros estamos en la red, más nos quieren hacer creer que es culpa nuestra, que nos hemos relajado y hemos permitido que nos roben nuestros datos, que suplanten nuestra identidad. Incomodidades que al final no nos protegen de nada porque cuando quieren entrar, entran. No sé si fue por el cambio de teléfono, por coincidir que también yo me trasladé físicamente o porque realmente me hackearon la cuenta (como le acaba de ocurrir también a mi hijo y a varios de sus amigos), pero el resultado fue que me vi de repente en un bucle de cambio de contraseña, código de seguridad en el correo y vuelta a empezar hasta que finalmente perdí mi Instagram y se me creó un nuevo perfil en blanco.

Pérdida de identidad digital. Vacío.

He estado días moviéndome entre la frustración de no conseguir recuperarla (con la consiguiente pérdida de publicaciones, fotos y contactos) y la hipotética liberación de no tener pasado.

Estoy cabreada. ¡Qué dependencia! Por culpa de todo esto, se me ha colado una rendija de infelicidad a la que no había abierto la puerta. Ladrones. Me han robado la cuenta y la paz.


 

Oleaje

 


Llevo tiempo dándole vueltas a qué hay detrás de que la población en masa se incline hacia una ideología u otra. Determinadas ideas pasan en muy poco tiempo de ser consideradas benéficas a peligrosas y al contrario. En España lo hemos visto en la historia reciente, el apoyo o la crítica a ciertos temas es voluble como una ola. Corrientes de pensamiento a favor o en contra que, casi de pronto, se dan la vuelta. Me preocupa porque sabemos que la adquisición de derechos siempre está a merced de un cambio de aires que los vuelva a aniquilar.

Tabú”, una serie documental conducida por el periodista Jon Sistiaga, dedicó un episodio a tratar de responder a la pregunta “¿De qué está hecho un malo?” que me sirvió para entender el problema. La idea general defendida por los psiquiatras entrevistados es que no hay nada biológico que predestine a ser “malo”, no hay unos genes para la maldad, pero sí que los hay para la agresividad o la insensibilidad ante el dolor ajeno aunque esto no predestina sino que se une al factor ambiental. El catedrático de Psiquiatría Adolf Tobeña explica que hay solo un 5% de personas que se dedican sistemáticamente a perjudicar y un 20% que no necesitan normas ni leyes ni ojos vigilantes porque son buenas, generosas y leales. Pero en medio, existe un 75% que actúa en función de lo que ve, de manera que si predomina el escaqueo, la corrupción, saltarse las leyes, cometer pequeñas faltas o delincuencias, se apunta, pero si en la sociedad predomina la cooperación, seguir las normas, ser buen ciudadano, ayudar a los demás, se apunta también.

No hago más que pensar en lo peligroso de conocer y saber manejar las estrategias, los resortes que hacen que ese grupo mayoritario se incline a imitar la tendencia general y es obvio que ahora, más que nunca, el manejo del relato está en manos de unos pocos que controlan las redes para extender ideas tendenciosas y peligrosas. Entre ellas, me asusta bastante cómo la construcción de una sociedad diversa, plural y libre está volviendo a ponerse en entredicho. Asoman de nuevo patrones estrechos que hacen difícil respirar. ¿Qué coste tendrá frenar el auge de estas modas?

Rebeldía

 

Me captó en las redes un dibujo que ilustraba lo siguiente: “En la era del consumismo, reparar algo es un signo de rebeldía.” Evidentemente lo es puesto que opone resistencia a la tendencia general, desobedece el mandato del rebaño, no sigue la moda que, desde hace mucho, marca tirar lo que se estropea porque sale más barato el recambio. Cabe preguntarse más barato para quién porque al final, si se analiza el coste humano y medioambiental que tienen los productos baratos tanto en su facturación como en su desecho, es obvio que barato no sale. Al menos a largo plazo. Quizás ese es el problema, que ahora no se piensa a largo plazo sino desde la inmediatez. Puedo, lo adquiero. El día de mañana...

Y, sin embargo, en parte surgidos como fruto de la última crisis y en parte como corriente alternativa, ligada a otro tipo de propuestas más racionales, sensatas y coherentes, empezaron a brotar locales que reparan pequeños electrodomésticos, hacen arreglos de costura, actualizan muebles, venden ropa de segunda mano y, en algunos lugares, incluso aceptan los envases de vidrio como retornables. Es decir, llega como tímida alternativa, entendida a veces casi como una actitud política, lo que se hacía cuando la gente de mi generación gastaba su infancia al tiempo que desgastaba los zapatos, heredaba la ropa de sus hermanos y compraba el vino una y otra vez en la misma botella de vidrio. Pero van, vamos, con el pie cambiado. Es un movimiento que va demasiado despacio, muy a contracorriente. No suma adeptos por oleadas ni mucho menos se hará ”viral”. Apenas lo siguen dos grupos: la gente mayor en los pueblos muy apegada a sus costumbres tradicionales, criada en un entorno donde hasta se daba vuelta a los abrigos por necesidad, y un escogido puñado de urbanitas muy modernos, que toman así conciencia de salirse del borreguismo envolvente. Una de esas situaciones en las que los extremos se tocan.

Yo, que no pertenezco a ninguno de los grupos, no me permito caer en el escepticismo del mínimo impacto individual, así que arreglo, reparo y reutilizo. Me tranquiliza. De vez en cuando conozco a gente muy maja que hace lo mismo. Por si te apuntas.