
domingo, 20 de diciembre de 2015
La dictadura del titular

Sábado de cultura y solidaridad

Y de noche en el Teatro Municipal dos actores grandes, muy grandes, se hacen trizas con una interpretación brutal que nos deja pegados a las butacas hasta que reaccionamos, conseguimos ponernos en pie y ovacionamos. Pura energía, actuación con la voz, el cuerpo todo. Un desgaste físico y emocional extremo, apabullante. Lástima que no todas las localidades se vendieran, pocas veces se puede asistir en directo a tan gran desafío.
Actos pequeños, casi íntimos, es cierto, pero auténticos, dignos, llenos de verdad. Los dos el mismo día, en la misma ciudad. El Puerto no está muerto, se mueve, tiene mucho que ofrecer, pero hay que salir de casa para darse cuenta. No todo se asoma a la pantalla del televisor o el móvil.Es mucho mejor el directo.
Cuando el cuerpo pide paz
Levantarse una radiante mañana de sábado con el espíritu lleno de negrura tiene dos opciones: dejarse llevar por la visión negativa del mundo y acostarse al final del día un poco más hundidos, o buscar apoyos que reconcilien con lo que el ser humano tiene de humanidad.
En esta ocasión fue la bici. Y la ruta, la antigua vía del tren que parte de Puerto Serrano. Caminar o pedalear cerca de la tierra reconcilia; relega a un segundo plano el horror que asoma en el entorno, en los medios. La paz de la naturaleza, el sonido de los animales, el aire limpio, los colores del camino… tienen el poder de recuperar el equilibrio. Y para eso el mundo ciclista aporta un extra porque el rular del ciclista es amable, da buen rollo. La gente se saluda al cruzarse, como los viandantes educados de otras épocas; el que baja una pendiente da ánimos al que la sube gritándole un “ya falta poco”; los que se han encontrado algún peligro en el camino advierten siempre al que viene detrás. En las vías del tren rescatadas del olvido los paseantes, ciclistas y domingueros hacen del camino una fiesta, y en sus rostros hay luz y serenidad. Y apenas hay postureo, como lo suele haber en un gimnasio. Aunque algunos muestren recién estrenado su perfecto kit del ciclista, las bicis van cubiertas de polvo y barro e incluso hay autóctonos que pedalean ataviados con camisa verde campo y pantalón marrón pana. Y pararse en una antigua estación de tren para tomar una cerveza y unos embutidos que incluyan una inimaginable pero riquísima morcilla de hígado, mientras un señor de Coripe nos explica dónde la hacen en el pueblo, serena el ánimo y establece un paréntesis en la negrura. Porque cuando el paréntesis se cierra después de ese sábado de luz, la fe en la humanidad volverá a resquebrajarse y dará paso a la duda. Y costará mucho convencerse de que el ser humano no es malo por naturaleza cuando encendamos la radio y nos pongamos al día del número de muertes absurdas en los atentados de París, de Beirut, de las víctimas de la violencia de género… Cuando se nos vuelve a encoger el estómago y dejamos paso al miedo, hay que tener las baterías cargadas para poder respirar en paz.
Horario de invierno
Ya está, nos han vuelto a cambiar la hora. Nos roban las deliciosas tardes otoñales. A partir de hoy, si la sobremesa se alarga, nos topamos de lleno con una claridad débil y tristona que obliga a encender la luz eléctrica y a quedarse recogido en casa. “Horario de invierno” lo llaman. Una apreciación: no es invierno. No en la Bahía de Cádiz, no en el sur del sur de España y de Europa, donde disfrutamos de unos otoños cálidos y luminosos, necesarios para pasar la resaca de los abarrotados veranos. Sabemos que nos precipitamos al invierno y está bien, pero ¿por qué adelantarlo? ¿Por qué ese afán de hacer que todo llegue antes? Yo quiero poder decidir sobre mis ritmos, seguir con mi rutina de sueño y madrugadas, acostumbrarme un poco cada día a que la tarde se vaya acortando sin sobresaltos. Aborrezco el cambio de hora porque no soy una máquina, porque busco y no me encuentro el botón de encendido y apagado para poder dormir y despertar al dictado de un reloj. Me molesta esta imposición brusca que adelanta el invierno como me molestan los anuncios adelantados de los productos navideños en otoño y los de la vuelta al cole en verano. Porque la vida pasa demasiado rápido sin tener que acelerarla, sin estos esfuerzos externos que nos marcan ritmos forzados. Me gusta el otoño, me apasiona su luz, su capacidad para reordenarme la vida, la promesa de un nuevo curso con sus sorpresas. Me ilusiona la mejora de la cartelera en los cines, las escapadas a la sierra para buscar los ocres de la otoñada, la playa casi vacía invitando a caminatas en la intimidad, lejos de las bullas del verano. Me gusta quejarme del calor de octubre, para avergonzarme luego al escuchar en la radio que el resto del país ya se está enfrentando a los cero grados. Y me gusta, sobre todo, deslizarme al invierno con un ritmo natural de días que se acortan y no con este enfado cada vez que tengo que dar la luz eléctrica en casa a media tarde y me veo despierta en la cama mucho antes de que suene el despertador.
Lo dicho, que será defecto mío, pero que yo a mí no me funciona el botón de on/off.
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