El
sábado por la mañana, como siempre que podemos, fuimos al centro.
Pasamos primero por la frutería, donde David nos preguntó cómo
estábamos mientras seguía atendiendo con mucha paciencia y buen
humor a un señor mayor al que luego guardó la compra para que
pudiera seguir haciendo otros mandados encargados por su mujer. Nunca
nos vende nada que no esté perfecto. Si lo queremos y está
demasiado maduro, prefiere añadirlo a la bolsa como regalo. En la
panadería se afeaba el comportamiento maleducado de quien compra
mientras habla por teléfono y señala el producto sin abandonar la
conversación, como si estuviera sencillamente ante una máquina
expendedora. En el mercado preguntamos a nuestro pescadero la razón
de tantos puestos cerrados, más de los que ya han echado el cierre
definitivo. Tienen dos compañeros que llevan malos unas semanas. Hay
menos puestos, nos dice triste y con cierta resignación, pero
nuestro pescado sigue siendo igual de bueno…
Escuché el otro día en la radio a mi admirada escritora Paloma Díaz-Más contar cómo había sido invitada a impartir un seminario en una universidad estadounidense y, tras no aguantar más la comida diaria del hotel en el que la habían alojado, intentó salir a comprar algo de pan, queso y fruta para comer más tranquila en su habitación. No encontró nada, ni una sola tiendecita. Lo contaba apesadumbrada para tratar de animar a proteger y conservar nuestras pequeñas tiendas de barrio.
He estado en Estados Unidos y he entrado a comprar en un supermercado. La actitud distante, desganada, fastidiada de quienes atendían en las cajas o en los mostradores es lo más parecido que he visto a la actitud que imagino en alguien ligado a un trabajo esclavo. Trabajo como una maldición, repetitivo, mecánico, carente de estímulo ni interés. Nada que ver con nuestras tiendas pequeñas, especializadas, con personas atentas detrás del mostrador, su trato amable, la conversación cordial entre quienes aguardan turno, las bromas de quien atiende, que conoce el nombre, los gustos y las costumbres de su clientela.
Renunciar a nuestro comercio es renunciar a nuestra esencia. Adoptar modelos de vida ajenos no parece que aporte felicidad.
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