“No hago otra cosa que pensar en
ti y no se me ocurre nada”, cantaba Serrat. “Un soneto me manda hacer Violante/
que en mi vida me he visto en tal aprieto” escribía Lope de Vega. Esa es la
actitud con la que me enfrento hoy a esta columna que escribo en un miércoles de
lluvia y viento del mes de enero en el que radios, televisiones y prensa no
hablan de otra cosa que de la inusual, brutal y alarmante situación de pandemia
en la que estamos. Me resulta difícil encontrar un tema que no esté manido, un
enfoque que no aburra a los esforzados lectores, casi todos amigos, que se acercan a estas líneas. Y es que no sé
si es una apreciación personal, “fatiga pandémica” lo llaman ahora, o es que
nos hemos vuelto locos nosotros y hemos enloquecido al planeta porque, falta de
estímulos a causa de una vida social reducidísima (como todos, espero. Aunque
si fuera así probablemente no estaríamos en los niveles de contagios en los que
estamos ahora) mis pensamientos van de la mascarilla (confieso que mis últimos
sueños antes del despertar se centran en ella), las cifras de contagios, la
situación de las ucis y las acusaciones por saltarse las normas en la
administración de vacunas, al asombro por la salida de Trump del gobierno
americano, al espanto de las pateras que siguen llegando ajenas a la situación
que se van a encontrar, a la explicación de por qué la llegada de Filomena no
contradice el cambio climático…
“…Y no se me ocurre nada”. Sigo con mi trabajo, me refugio en la lectura, me digo, una vez más, que no puedo quejarme, que soy una privilegiada y procuro no obsesionarme. Pero pasa que, a ratos, las paredes se achican y el pensamiento mariposea sin encontrar la flor de la esperanza. Pasará, confío en que pasará y, aún así, hoy solo tengo este texto un poco desflecado, perdido “en un montón de palabras gastadas”.
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