sábado, 29 de marzo de 2025

Lache

 

En realidad, a mí de lo que me gustaría hablar es de la preocupación por la situación internacional, pero estoy tan desolada que necesito girar el foco. He elegido distraerme con el léxico, no sé qué les parecerá.

Me he parado en “lache”, un término que ahora los adolescentes utilizan mucho, pero que el diccionario de la RAE no recoge. Supongo que viene de lacha, palabra de origen caló que sí aparece y que responde a una forma coloquial para expresar un sentimiento de vergüenza. Lo que no alcanzo a averiguar es en qué momento y por qué se ha activado el término, pero da un poco igual. Me atrae mucho más reflexionar sobre qué se tilda de lache, es decir, qué da grima o vergüenza ajena. Ahí está realmente la novedad, ya que salpicar la lengua común con expresiones nuevas como forma de diferenciación generacional es algo que ha ocurrido siempre.

He oído la expresión para rechazar salir en un vídeo o una foto que forme parte de una actividad académica, incluida aquella que cuenta para nota. También la he oído para justificar el hecho de no usar gafas aunque se necesiten. Es más, he mirado con atención mis clases de secundaria y, curiosamente, solo hay una persona o dos que las usen, sin embargo tengo bastantes alumnos y alumnas que no ven bien. Si les pregunto por las gafas me dicen que no se las ponen porque no les gusta cómo les quedan, que da lache llevarlas. También les he oído, por ejemplo, rechazar una canción de moda, en concreto la reivindicativa “Potra salvaje” porque “¡qué lache!”.

De acuerdo, no es un campo de estudio muy amplio, pero sí suficiente para recordarme qué importante es en estas edades la mirada del grupo, la presión de saberse siempre bajo vigilancia acerca de qué se dice, cómo se dice o qué se siente. Para recordarme cuánta madurez se necesita para empezar a ser inmune al qué dirán; las energías que se gastan en el ajuste, en la búsqueda de aceptación.

Por otra parte, me doy cuenta de que a mí, que soy adulta, también me dan lache ciertos comportamientos de líderes mundiales, lache y miedo, dicho sea de paso, aunque lo diría con otras palabras. Grima, repelús, vergüenza. Pero ese es otro tema. Yo me había propuesto distraerme un poco.



sábado, 15 de marzo de 2025

Dependencia

Dependencia

Llevo 3 semanas de pelea con el móvil. Primero me falló la conexión wifi. El teléfono tenía ya bastantes años, pero no lo quería cambiar. Lo intenté, lo intenté y lo intenté y al final tuve que resignarme. A partir de ahí, lo que temía. Se supone que todo es ahora muy fácil, se pasa la información de pantalla a pantalla, se hace copia y ya está… Chorradas. A cada solución, un inconveniente. Para pasar de pantalla a pantalla necesitaba una aplicación que solo se podía descargar con conexión de wifi (que no tenía, por eso había cambiado de móvil). Para hacer el traspaso con cable necesitaba reconocimiento del mismo (con el que no contaba); para guardar la copia en la nube me faltaba espacio (también en el ordenador); con el portátil del trabajo había una incompatibilidad… Y así hasta que conseguí tener mis fotos, contactos y aplicaciones en el nuevo dispositivo. Luego llegaron las aplicaciones a puñados que venían preinstaladas en el teléfono nuevo y los “permitir”, tantos que yo misma me iba perdiendo entre amenazas de inseguridad y petición de permisos porque cuanto más inseguros estamos en la red, más nos quieren hacer creer que es culpa nuestra, que nos hemos relajado y hemos permitido que nos roben nuestros datos, que suplanten nuestra identidad. Incomodidades que al final no nos protegen de nada porque cuando quieren entrar, entran. No sé si fue por el cambio de teléfono, por coincidir que también yo me trasladé físicamente o porque realmente me hackearon la cuenta (como le acaba de ocurrir también a mi hijo y a varios de sus amigos), pero el resultado fue que me vi de repente en un bucle de cambio de contraseña, código de seguridad en el correo y vuelta a empezar hasta que finalmente perdí mi Instagram y se me creó un nuevo perfil en blanco.

Pérdida de identidad digital. Vacío.

He estado días moviéndome entre la frustración de no conseguir recuperarla (con la consiguiente pérdida de publicaciones, fotos y contactos) y la hipotética liberación de no tener pasado.

Estoy cabreada. ¡Qué dependencia! Por culpa de todo esto, se me ha colado una rendija de infelicidad a la que no había abierto la puerta. Ladrones. Me han robado la cuenta y la paz.


 

Oleaje

 


Llevo tiempo dándole vueltas a qué hay detrás de que la población en masa se incline hacia una ideología u otra. Determinadas ideas pasan en muy poco tiempo de ser consideradas benéficas a peligrosas y al contrario. En España lo hemos visto en la historia reciente, el apoyo o la crítica a ciertos temas es voluble como una ola. Corrientes de pensamiento a favor o en contra que, casi de pronto, se dan la vuelta. Me preocupa porque sabemos que la adquisición de derechos siempre está a merced de un cambio de aires que los vuelva a aniquilar.

Tabú”, una serie documental conducida por el periodista Jon Sistiaga, dedicó un episodio a tratar de responder a la pregunta “¿De qué está hecho un malo?” que me sirvió para entender el problema. La idea general defendida por los psiquiatras entrevistados es que no hay nada biológico que predestine a ser “malo”, no hay unos genes para la maldad, pero sí que los hay para la agresividad o la insensibilidad ante el dolor ajeno aunque esto no predestina sino que se une al factor ambiental. El catedrático de Psiquiatría Adolf Tobeña explica que hay solo un 5% de personas que se dedican sistemáticamente a perjudicar y un 20% que no necesitan normas ni leyes ni ojos vigilantes porque son buenas, generosas y leales. Pero en medio, existe un 75% que actúa en función de lo que ve, de manera que si predomina el escaqueo, la corrupción, saltarse las leyes, cometer pequeñas faltas o delincuencias, se apunta, pero si en la sociedad predomina la cooperación, seguir las normas, ser buen ciudadano, ayudar a los demás, se apunta también.

No hago más que pensar en lo peligroso de conocer y saber manejar las estrategias, los resortes que hacen que ese grupo mayoritario se incline a imitar la tendencia general y es obvio que ahora, más que nunca, el manejo del relato está en manos de unos pocos que controlan las redes para extender ideas tendenciosas y peligrosas. Entre ellas, me asusta bastante cómo la construcción de una sociedad diversa, plural y libre está volviendo a ponerse en entredicho. Asoman de nuevo patrones estrechos que hacen difícil respirar. ¿Qué coste tendrá frenar el auge de estas modas?

Rebeldía

 

Me captó en las redes un dibujo que ilustraba lo siguiente: “En la era del consumismo, reparar algo es un signo de rebeldía.” Evidentemente lo es puesto que opone resistencia a la tendencia general, desobedece el mandato del rebaño, no sigue la moda que, desde hace mucho, marca tirar lo que se estropea porque sale más barato el recambio. Cabe preguntarse más barato para quién porque al final, si se analiza el coste humano y medioambiental que tienen los productos baratos tanto en su facturación como en su desecho, es obvio que barato no sale. Al menos a largo plazo. Quizás ese es el problema, que ahora no se piensa a largo plazo sino desde la inmediatez. Puedo, lo adquiero. El día de mañana...

Y, sin embargo, en parte surgidos como fruto de la última crisis y en parte como corriente alternativa, ligada a otro tipo de propuestas más racionales, sensatas y coherentes, empezaron a brotar locales que reparan pequeños electrodomésticos, hacen arreglos de costura, actualizan muebles, venden ropa de segunda mano y, en algunos lugares, incluso aceptan los envases de vidrio como retornables. Es decir, llega como tímida alternativa, entendida a veces casi como una actitud política, lo que se hacía cuando la gente de mi generación gastaba su infancia al tiempo que desgastaba los zapatos, heredaba la ropa de sus hermanos y compraba el vino una y otra vez en la misma botella de vidrio. Pero van, vamos, con el pie cambiado. Es un movimiento que va demasiado despacio, muy a contracorriente. No suma adeptos por oleadas ni mucho menos se hará ”viral”. Apenas lo siguen dos grupos: la gente mayor en los pueblos muy apegada a sus costumbres tradicionales, criada en un entorno donde hasta se daba vuelta a los abrigos por necesidad, y un escogido puñado de urbanitas muy modernos, que toman así conciencia de salirse del borreguismo envolvente. Una de esas situaciones en las que los extremos se tocan.

Yo, que no pertenezco a ninguno de los grupos, no me permito caer en el escepticismo del mínimo impacto individual, así que arreglo, reparo y reutilizo. Me tranquiliza. De vez en cuando conozco a gente muy maja que hace lo mismo. Por si te apuntas.



Ni ilusos ni bobos

No sé hasta cuándo aguantaremos, pero por ahora me parece que la capacidad para creer e ilusionarse del ser humano es enorme. Así como en la niñez nos encantaba creer en el Ratoncito Pérez o los Reyes Magos, ahora seguimos intentándolo con todo aquello que pasa por nuestras pantallas. Hay cuentas que muestran recetas aparentemente exquisitas que necesitan pocos ingredientes y poco esfuerzo; otras ofrecen recomendaciones rápidas y fáciles, trucos de limpieza que acabarán con la grasa incrustada en la base de las sartenes o maneras de sembrar una fruta en una maceta y obtener rápidamente una planta llena de flores y frutos. Otras, más sofisticadas, juegan con la Inteligencia Artificial para ofrecer animales gigantescos encontrados en las playas, como un enorme pulpo de hipnotizadores tentáculos o un supuesto efecto atmosférico que muestra un agujero inquietante en el cielo canario. Y caemos en ello una y otra vez, queremos creer que es cierto, con una ingenuidad que hace que caigamos también en las manipulaciones de expertos timadores que solo pretenden acabar con nuestros datos o con el contenido de nuestra cuenta bancaria. Hay timos absurdos y burdos, pero de otros cuesta mucho defenderse. Luego viene la desilusión, plantas quemadas, recetas incomestibles y, sobre todo, una sensación de fondo de que nos han tomado el pelo.

Como contraste, me encanta ver algunos comentarios en estas entradas, gente sencilla que simplemente dice que son trabajadores del campo y que jamás han visto que determinada planta se desarrolle con tanta facilidad, advierten de efectos secundarios tras los remedios caseros o solo insisten “no se lo crean, por favor, no se lo crean”. Avisos que nadie oirá, apenas granos de arena en una bola de mentiras.

Tanta ilusión e ingenuidad se van transformando en cinismo y escepticismo. La duda es qué efecto producirá a largo plazo esta constante manipulación de la realidad. No sé si nos convertirá en seres descreídos incapaces de confiar en nada (y esto es peligroso porque igualará la ciencia a las patrañas) o, por el contrario, nos hará aún más vulnerables y fáciles ante la realidad adulterada.