miércoles, 14 de septiembre de 2016

Sombra de higuera

Cuando era pequeña, los veranos eran una larga llanura de aventuras que inventar. A los niños el calor seco de Jaén no nos asustaba y en casa hubo que perdonarnos enseguida la obligación de dormir las aborrecibles siestas que necesitaban los mayores. Ganó la lógica: vosotros estáis cansados, nosotros no; vosotros tenéis calor, a nosotros no nos afecta; vosotros trabajáis pero nosotros tenemos vacaciones, no las vamos a desperdiciar durmiendo. Una única norma: no se hace ruido en la siesta, no se llama por teléfono, no se va a casa de nadie. El orden de las estaciones traía inviernos de frío intenso y, con suerte, alguna nevada; la primavera era flores a María y manga corta; el otoño, reencuentro con la rutina ocre de la vuelta al cole y el verano… el verano era ancho, amarillo y seco. En las noches en las que apretaba mucho el calor y salía fuego de los colchones, se abrían las ventanas para hacer corriente y se retrasaba la hora de dormir. En algunas calles los vecinos de casas sin patio continuaban la ancestral costumbre de sacar sillas a la puerta y charlar. Las noches de verano tenían siempre un cielo estrellado con olor a madreselva y jazmín en el que los silencios se hacían mirando la noche. Allí estaba el Carro. Hasta más tarde no sería la Osa Mayor. Como nadie nos contó su leyenda no sabíamos ver en ella a Calisto, la ninfa a la que Hera convirtió en osa por celos y Zeus, para ponerla a salvo de los cazadores, lanzó al cielo… No, no había leyendas griegas en aquellas noches de calor. Sí cierto caos de puertas abiertas, almohadas en los pies, colchones trashumantes en busca de aire. Porque en Jaén no hace viento sino aire, y no tiene nombre, lo hace o no se mueve una hoja. De día la gente salía a la calle solo por necesidad y los domingos se buscaba la orilla de un río o una alberca para sofocar el calor. Todo esto me lo ha traído el Levante de este verano porque me hizo huir a El Bosque y me topé con los domingos de mi infancia. Las sandías enormes refrescándose en el río, las sillitas de playa, las neveras, la sombra de una higuera… Así, el Levante persistente me ha devuelto algo de  Lo que otro viento se llevó.

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