Cuando era pequeña, los veranos
eran una larga llanura de aventuras que inventar. A los niños el calor seco de
Jaén no nos asustaba y en casa hubo que perdonarnos enseguida la obligación de
dormir las aborrecibles siestas que necesitaban los mayores. Ganó la lógica: vosotros estáis cansados, nosotros no;
vosotros tenéis calor, a nosotros no nos afecta; vosotros trabajáis pero
nosotros tenemos vacaciones, no las vamos a desperdiciar durmiendo. Una única
norma: no se hace ruido en la siesta, no se llama por teléfono, no se va a casa
de nadie. El orden de las estaciones traía inviernos de frío intenso y, con
suerte, alguna nevada; la primavera era flores a María y manga corta; el otoño,
reencuentro con la rutina ocre de la vuelta al cole y el verano… el verano era
ancho, amarillo y seco. En las noches en las que apretaba mucho el calor y salía
fuego de los colchones, se abrían las ventanas para hacer corriente y se retrasaba la hora de dormir. En algunas calles
los vecinos de casas sin patio continuaban la ancestral costumbre de sacar
sillas a la puerta y charlar. Las noches de verano tenían siempre un cielo
estrellado con olor a madreselva y jazmín en el que los silencios se hacían mirando
la noche. Allí estaba el Carro. Hasta más tarde no sería la Osa Mayor. Como nadie
nos contó su leyenda no sabíamos ver en ella a Calisto, la ninfa a la que Hera
convirtió en osa por celos y Zeus, para ponerla a salvo de los cazadores, lanzó
al cielo… No, no había leyendas griegas en aquellas noches de calor. Sí cierto
caos de puertas abiertas, almohadas en los pies, colchones trashumantes en
busca de aire. Porque en Jaén no hace viento sino aire, y no tiene nombre, lo
hace o no se mueve una hoja. De día
la gente salía a la calle solo por necesidad y los domingos se buscaba la
orilla de un río o una alberca para sofocar el calor. Todo esto me lo ha traído
el Levante de este verano porque me hizo huir a El Bosque y me topé con los
domingos de mi infancia. Las sandías enormes refrescándose en el río, las
sillitas de playa, las neveras, la sombra de una higuera… Así, el Levante
persistente me ha devuelto algo de Lo que
otro viento se llevó.
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