viernes, 19 de diciembre de 2025

Ingenuidad


 Ingenuidad

He tenido últimamente varios momentos de perplejidad al toparme con hombres que han sentido la necesidad imperiosa de evacuar y lo han hecho en la calle a plena luz del día, buscando apenas el parapeto de un cubo de basura o un matorral. Pero este martes me resultó más chocante de lo habitual que delante de un instituto, sobre las 2 de la tarde, un adulto con andares un poco extraños simplemente se parara, se bajara los pantalones hasta los tobillos de espaldas a la acera y se agachara sin más a hacer lo suyo. No estaría escribiendo esto si el hecho hubiera quedado ahí, pero apenas unos minutos más tarde este señor me adelantó mientras esperaba a que el semáforo cambiara para cruzar la calle y, sin mirar ni aguardar el momento adecuado, simplemente atravesó la carretera. Hubo suerte, inmediatamente el tráfico denso de la hora punta se detuvo sin que llegara a pasar nada, ni siquiera un roce. Nadie protestó, no hubo pitadas ni protestas por parte de los conductores, ni disculpas o gesto de agradecimiento por parte del peatón. Probablemente su chándal demasiado  ligero para un día tan frío y el barrio al que se dirigía fueron suficientes para que entendiéramos que no cabía esperar otra cosa. Nos hemos acostumbrado a esta convivencia tácita, tratamos la marginalidad como si formara parte irremediable de nuestro entorno.

Pero no se me va de la cabeza. Estos días fríos y lluviosos previos a las fiestas navideñas con sus excesos, compras, lotería, luces y adornos, viajes... evidencian más que nunca lo desigual e injusto de nuestra sociedad, una forma de vida en estratos que se cruzan en un semáforo, en un andén. Apenas nos asombramos de que alguien se juegue la vida a cada paso, como si la drogadicción, la mala suerte, los errores… fueran suficientes para justificar la exclusión. Cada desgraciado culpable de su desgracia, cada enfermo de su enfermedad, cada loco de su locura, cada pobre de su pobreza. Como si fueran contingencias  que no estuvieran al alcance de cualquiera. Como si para salir premiado en esta lotería de circunstancias  adversas también fuera necesario comprar billete. ¡Qué ingenuidad!

Hacer y deshacer

 


Cuando termino un puzle, lo deshago. Antes me detengo a admirarlo completo unas horas, a veces unos días; paso la mano por la superficie lisa de piezas entrelazadas y luego busco bolsitas o cajas planas y pequeñas para ahorrarme, cuando decida montarlo de nuevo, el aburrido proceso de separación por colores. Ni me planteo pegarlo para exhibirlo más tarde como un trofeo. No me sirve mantenerlo unido, solo degusto el placer de la reconstrucción, de la búsqueda atenta de la pieza correcta. El proceso de guardar me resulta tedioso, desabrocho las piezas con cuidado para que no se rompan, pero no hay nada ilusionante en eso, como no lo hay en guardar la ropa tras una fiesta o los adornos de Navidad una vez pasados Reyes. Desmontar lo que se puso en pie con tanta ilusión deja un vacío feo, casi se palpa la desilusión del tempus fugit del arte barroco, que juntaba cuna y sepultura o pintaba una calavera al lado de los atributos del triunfo terrenal. Lo pienso ahora en este puente, normalmente antesala de las fiestas, cuando las familias montaban el Belén, empezaban a comprar los regalos y esperaban que, con suerte, se encendieran las luces en las calles. Ya no es así. Ahora la presión de las campañas publicitarias ha unido los Santos/Halloween con la Navidad y ha habido competencia en escaparates y tiendas entre los productos temáticos que se empujaban con prisa en las estanterías. Los Ayuntamientos se han sumado al adelanto compitiendo por quién tiene más luces y las enciende antes. Así que, llegadas estas fechas, ya hay un cierto empacho que le quita gracia al asunto. Bastante rápido pasa de por sí el tiempo como para acelerarlo en una vorágine por saltar a la siguiente casilla, juego de la oca en el que en realidad lo menos divertido es llegar a la casilla final.

En cualquier caso, monten o no el Belén, hagan o no un puzle y sufran o no al guardar la ropa tras una fiesta, permítanse el gusto de recoger despacio mientras impregnan lo que guardan con el gozo de haberlo vivido y la esperanza de repetirlo como si fuera nuevo. Gozar, como decía Góngora, antes de que se vuelva tierra, humo, sombra, nada.