Recuerdo una conversación con una amiga, hace unos años, en
la que nos preguntábamos qué momento del año nos gustaba más. Yo dije noviembre
y ella se extrañó porque le parecía que era una elección insulsa en medio de la
vorágine de meses con más festividades y celebraciones. Yo justamente lo escogía
por eso, porque me parecía un mes en el que encontraba una especie de refugio
en la rutina dulce, una vez acomodados los días al cambio de hora, lejos
todavía la Navidad, a salvo de la necesidad urgente de hacer planes... Si uno
puede creer por un momento en el tiempo como un lugar donde establecerse, tiene
que ser noviembre, porque noviembre, como la infancia, parecía durar más que el
resto del año, de la vida.
Sin embargo, algo debe de haber cambiado cuando, mediado el
mes, sigo sin poder complacerme en los días más o menos iguales, pero
apacibles, con el regalo oculto de la cotidianeidad aceptada. Y no sé a qué o a
quién echar la culpa, si al cambo climático que ha hecho que hasta el lunes
pasado no haya tenido que cambiar la ropa de verano en el armario (con su
consiguiente irritación al enfrentarme al eterno dilema de qué tirar o guardar),
o a la crispación de las últimas elecciones, o a la campaña navideña que esta
vez ha empezado pronto y con fuerza. Estaba todavía en tirantes lavándome los
dientes en el baño, cuando en la radio irrumpió un anuncio para reservar cuanto
antes ¡la cena de Nochevieja!
Lo cierto es que me noto un poco crispada, demasiado consciente
del ruido del entorno, harta de noticias, memes, vídeos reenviados… y creo que definitivamente lo que me pasa es
que echo de menos mi ración anual de un noviembre manso. Así que me he tomado
la tarde libre, he encendido la chimenea y me he sentado en mi sillón del salón
con una infusión en la mano, dispuesta a pasar el rato leyendo y vagueando, en
cuanto termine de escribir esta columna.
Y es que, a veces, además de planes, trabajo, actividades,
celebraciones y otras bullanguerías, una necesita un ratito de silencio,
arrebujada en una mantita y en paz.
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