A mí no me gusta planchar. Tenía una plancha de vapor básica. Pero cuando mi padre murió, me traje su centro de planchado del que estaba tan orgulloso. Cada vez que lo usaba pensaba en él, como si echáramos un rato juntos. Así que intentaba esmerarme más mientras me acordaba de lo cuidadoso que era para la ropa, del mimo que ponía en el planchado de sus camisas. No tenía mucho tiempo ni mucho uso esta plancha heredada. Era de buena marca. De hecho, no sé estropeó, sino que la carcasa de plástico empezó a perder agua y no tenía repuesto. Descatalogada y a la basura.
El coche que ha estado dos meses pendiente de arreglo (de nuevo caro, por supuesto) estaba a la espera de una pieza pequeña de solo 28 euros, pero el almacén no la tenía porque aquí ya no se fabrica casi nada.
Estamos haciendo un mundo absurdo y globalizado en el que nos paralizamos porque dependemos del envío de algo fabricado a miles de kilómetros. Desechamos electrodomésticos porque se les ha roto una pestañita de plástico, generamos basura electrónica que mandaremos al otro lado del mundo para que contamine lo más lejos posible… Los datos hablan de unos 50 millones de toneladas de basura electrónica anual. No puedo llamar progreso a esto.
En este sábado de casi octubre con un desolador calor de verano (sin el casi) me enfada que no sepamos poner remedio a tanto disparate.
Y no quiero una plancha nueva.
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