Un tiempo raro, las vacaciones de
agosto. Y no estoy hablando ahora del tiempo climático, que también, sino de
los días llenos de claroscuros que se suceden entre la dulce pereza de las
vacaciones, cuando el tiempo vuelve a dilatarse como en los veranos de la
infancia, cuando se recuperan hábitos que los “por hacer” del resto del año
habían expulsado de los horarios, cuando una mirada a las noticias, los
periódicos o Facebook nos envuelve en las absurdas contradicciones de la
existencia. Tiroteos en Estados Unidos, en El Paso…; un millonario futbolista
no se decide a cambiar de equipo y de ciudad para instalar su escandaloso
sueldo; el avance del ébola; una marca china elabora unos calcetines que se
pueden usar durante seis días sin lavar porque acaban con las bacterias
causantes de los malos olores; un buque cargado de historias dramáticas de
abusos, injusticias y dolor lleva cinco meses en alta mar sin encontrar puerto
para desembarcar a las 120 personas, 32 menores de edad, que consiguieron salir
del infierno para dejar de creer en el paraíso; el último informe de la ONU avisa
de que queda muy poco tiempo para salvar el planeta; Trump y sus estrategias; la
campaña andaluza sobre malos tratos usa fotos de mujeres sonrientes sacadas de
un banco de imágenes europeo; las redes se vuelven locas con la app que
envejece…
Y así mediamos agosto jugando a la felicidad, mientras miramos a
hurtadillas y con desconfianza las ocurrencias de un verano más que será
inevitablemente un verano menos. Por ahora, en esta inestabilidad veraniega el
horizonte sigue estando ahí, donde el sol insiste en amaneceres serenos y
puestas de sol cargadas de esperanza. Tiempo de gozo, de reflexión, de
incertidumbre. “Ojalá que la aurora no dé gritos que caiga en mi espalda”,
cantaba Silvio. “No me dormiré, no me dormiré en toda la noche, veré la primera
raya del alba en esa ventana”, escribía Cortázar.
La esperanza de la aurora.
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