sábado, 18 de enero de 2025

Dignidad

 Voy a empezar esta columna pidiendo disculpas por escribir de cine. No tengo la intención de ejercer de crítica cinematográfica ni mucho menos, pero recientemente he visto dos películas que me han mantenido pegada a la pantalla y que no me puedo quitar de la cabeza, así que me van a permitir que hable un poco sobre ellas. La primera es “Perfect days”, película japonesa dirigida por Wim Wenders. La segunda, “El 47”, de Marcel Barrena, ambientada en la Barcelona de los años 70. Las presento unidas porque las he visto prácticamente seguidas, pero también porque, a pesar de sus diferencias, me han causado un efecto parecido. Sus protagonistas sobreviven en condiciones poco apetecibles, pero ninguna de las dos se limita a mostrarlas sino que sorprenden por la serenidad que transmiten las vidas aparentemente nimias de sus protagonistas y, sin embargo, heroicas en su dignidad.

La japonesa sigue a un trabajador de los retretes públicos de Tokio, un señor que ejerce su tarea diaria no solo con profesionalidad sino con satisfacción. Solitario, culto, sensible. Alguien que dignifica su oficio solo por el hecho de volcarse en él y ejercerlo con una perfección cercana al absurdo. Una película de silencios, de detalles, que provoca en el espectador un sentimiento de respeto y casi envidia hacia su protagonista por el placer que extrae de lo pequeño, por haber construido su vida a su manera aunque, intuimos, ha necesitado huir y alejarse del dolor. Solo alguien que ha conseguido conocerse a sí mismo tanto como para saber en qué reside su estabilidad es capaz de construirse una vida tan a la medida.

La española, basada en hechos reales, cuenta una historia colectiva pero apoyada en unos personajes que enamoran por su verdad. Comienza cercana al documental y acaba siendo casi épica. De nuevo unos caracteres heroicos que enfrentan su destino desde la dignidad y que con ello nos emocionan. Una película necesaria para acercarnos a nuestro pasado reciente y recordarnos de dónde venimos.

En estos tiempos de intolerancia, de incomprensión, hay tantos motivos para ver estas pelis y reconocernos en ellas...


Suciedad

 

Pensar la Noche de Reyes va mucho más allá de la lista de compras. Es un posicionamiento ante la ilusión. Los padres crean un estado de magia buena en la que apetece quedarse a vivir sin más. Por eso no bastan los regalos sino que se necesitan los detalles. Las copitas de anís para los Reyes, el vaso de leche para los camellos, la búsqueda en el cielo nocturno del rastro que dejan entre las estrellas (más cerca, cada vez más cerca…), la expectación ante los regalos, las pistas de lo que vendrá. Mi padre, que creyó con firmeza en la fascinación de esta fiesta por encima de cualquier otra, se inventó para sus nietos la tarea de acumular las hojas secas caídas bajo la enorme noguera del patio para que los camellos encontraran un lugar mullidito donde descansar la noche de Reyes. En casa esta celebración siempre fue algo más y nos empeñamos en celebrarla siempre, por encima de las estancias en el hospital, de las preocupaciones y del miedo. Creer en la ilusión como una actitud con la que desafiar lo cotidiano.

Pero esta ilusión envuelta en resistencia y mantenida durante años ha creado capas y capas de recuerdos y de expectativas. Acercarse a este día es abrir la puerta a la nostalgia de lo que se fue y dejar al descubierto las heridas de la pérdida. El paso del tiempo, y supongo que el escepticismo de la edad, hacen difícil mantener la seducción. Me impongo mantener la esperanza por bandera a sabiendas de que no está de moda, confieso que a veces me cuesta apartar la pátina de suciedad que impregna hoy día la visión del entorno. En mi carta a los Reyes de este año voy a pedir salud, paz y mucha ilusión. A ver si la magia de esta noche puede hacer que dejemos de mirarlo todo a partir del enfrentamiento.

El río que nos lleva

 Ahora que los libros estorban en las casas, que ni siquiera los aceptan en las bibliotecas o los mercadillos de segunda mano, es habitual repasar las estanterías para aligerarlas. Al menos, me pasa a mí, resignada a que me provoquen alergia los ácaros que acumulan entre sus páginas. En una de estas me encontré el otro día con una novela que nunca había leído, El río que nos lleva, de José Luis Sampedro. Y me fascinó. El argumento se centra en la labor de los gancheros, oficio ya desaparecido que ejercían quienes dirigían la maderada río abajo. En este caso transportaban los troncos subidos sobre ellos a través del Tajo hasta desembocar en la vega de Aranjuez en los años 40. Contado así, puede parecer un libro costumbrista, curioso sin más, pero la maestría con que está escrito y, especialmente, la acertadísima metáfora de la vida que encierra y que vamos descubriendo al avanzar las páginas, hacen de él un libro imprescindible.

Los acontecimientos se deslizan como los troncos en la corriente, avanzan irremediablemente ofreciendo remansos como cuando se detiene en una modesta celebración y dice: “en una pobre casa de unos pequeños montes de un pequeño país de un pequeño planeta, unas cuantas pobres vidas entre millones de vidas asaltaron el centro del mundo y lo conquistaron durante un fugitivo instante con su júbilo sin reservas”. El protagonista se pregunta si su distanciamiento “es casi una envidia de no ser también violento, elemental, inmediato, recio leño para la hoguera de la vida“. Pero “La vida no avisa”(...) En el abandono plácido del final del trayecto, un último giro. “Nadie recordaba que el paraíso esconde la serpiente, que la confianza llama al peligro. (…) Nadie pensaba que la sombra y la humedad encubrían la trampa, servían para disminuir la exasperación y la vigilancia. Cuando se dieron cuenta, estaban ya inexorablemente atrapados por el fuego destructor”. Y avanzan con las aguas hasta que “el río se despeñó llevándoselo en su torbellino hacia la corriente impetuosa, un instante detenida como para recobrar el aliento, antes de seguir adelante con mayor violencia”. Sencilla manera de entender la vida, el río que nos lleva.

Turbotemporalidad

 

Decía Baudelaire que, de entre todas las fieras, el monstruo más inmundo, el que se tragaría el mundo de un bostezo infinito, es el tedio, ese “monstruo delicado” que nos llena los ojos de llanto involuntario. El poeta maldito se adelantó así a su tiempo localizando uno de los males que nos aquejan, el temor a un mundo monótono, a un desierto de tedio.

Las sociedades modernas, cuando cubren sus necesidades básicas, necesitan llenar de actividad el tiempo de ocio para no caer en este mal. José Carlos Ruíz, profesor de Filosofía en la Universidad de Córdoba, colaborador de la Cadena Ser los viernes, con su sección “Más Platón y menos WhatsApp”, acuñó el término “turbotemporalidad” para hablar de una enfermedad que yo creo que sería la contraria al tedio de Baudelaire, la provocada por la aceleración, el vivir en una constante prisa que necesita de más y más estímulos y que hace que se ensanche el presente, que pierda vigencia el pasado y que apenas tengamos futuro a fuerza de adelantarlo. Ahora nada dura mucho, necesitamos hiperestimularnos, no sé si para evitar encontrarnos a solas con nosotros mismos, para huir de la tentación de pensar.

Parece que solo ante la desgracia, ya sea la inexorable de una catástrofe natural o la íntima de una enfermedad, una accidente… somos capaces de valorar la rutina con sus pequeños y ordenados gestos. El viernes pasado, ante el horror de las consecuencias de la terrible Dana, este filósofo decía que “la desgracia rompe lo establecido, el esquema mental de control de lo rutinario”. “Lo que dota de sentido gran parte de la vida de una persona es la rutina. Lo rutinario es la esencia de la construcción de la identidad”. Y sin embargo, solo en la desdicha, cuando se invierte el orden jerárquico de la vida, apreciamos lo que se tenía que haber abrazado, los pequeños gestos significativos que son los realmente nutrientes.

Ojalá no viviéramos tan alejados de nosotros mismos como para olvidar que la sustancia está en lo que somos a diario y no en lo que hacemos en esa desaforada búsqueda de la experiencia nueva que llene cualquier hueco vacío de actividad. Es de nuevo el “horror vacui” adaptado a nuestro tiempo.